Fue un agradable momento entre los pobladores pues por fin estaban a salvo y podían regresar al pueblo y, mejor aún, con muchas riquezas para sustentarlo. María y Moncho supieron que, a pesar de toda la situación que pasaron el amor siempre los mantuvo unidos, pero… ¿Qué pasó con los 100 dólares?

Fue horrible. La última vez que perdieron un dinero guardado, María se volvió loca. Bueno, no loca, sino que perdió la compostura. Ya debían dos meses de renta y el mayor temor de su vida era tener que dormir en la calle.

Cuando ella era pequeña, su padre se gastó el dinero de la quincena en alcohol. El día de paga salió y no volvió sino hasta el día siguiente. Celia, su madre, estuvo tensa durante todo ese tiempo. Cuando su esposo llegó en la madrugada borracho, apestoso y trasnochado, la mujer, molesta e indignada, lo golpeó hasta el punto de mandarlo al hospital. Ella no era muy grande, pero tenía buena salud y la gran ventaja de que su cónyuge estaba debilitado por el vicio y la falta de sueño.

Ella siempre cuenta esa historia cagada de la risa. Moncho también se ríe, pero procura no hacerla molestar por estupideces.

El dinero que ganaban curtiendo pieles de foca les servía para vivir holgadamente. Los dos estaban felices en esa cabaña cerca del mar, bebiendo café y chocolate todo el día. Cuando no trabajaban, iban de paseo con los vecinos u otros trabajadores del matadero de focas.

Querían tener internet en la casa. No sólo ellos sino todos en el pueblo. Uno de los del pueblo habló con la compañía proveedora de ese servicio en una ciudad que quedaba a una hora y media del pueblo pesquero. Al oír el monto, decidieron aportar todos para ese propósito y lograr que los hombres llegaran y la instalaran. Para eso, Moncho decidió tomar algo del dinero de la renta y luego avisarle a María lo que hizo. El problema fue que se olvidó de esto último y ahora ella estaba alterada. Moncho esperó a que se calmara un poco para acercarse y decirle la verdad.

Ese viejo temor de la infancia parece no querer desaparecer.