La lucha era encarnizada entre ambos, sin reglas ni términos acordados, solo el deseo de hacerse daño mutuamente dominaba sus mentes. Por momentos el más alto ponía en malas condiciones al de pequeña estatura hasta el borde de la inconsciencia, pero sorprendentemente el ya maltrecho pequeñín sacaba una fuerza inusitada que infringía un castigo tan severo que hacía tambalear a su gran oponente.

Puños y patadas surcaban el estrecho espacio entre ellos, la sangre en sus rostros denotaba la rabia desenfrenada que les llevaba a intentar matarse, los fuertes quejidos y sonidos tras cada impacto parecían el redoble de unos tambores interpretado por una persona muy ebria intentando tocar en armonía.

Llevaban varios minutos golpeándose con tal intensidad y sin descanso, que presagiaba un final trágico para cualquiera de ellos. A lo lejos, unos aldeanos caminaban a través del sendero en su dirección. Al verlos, aligeraron el paso hasta correr para separarlos y así evitar la consumación de la tragedia.

Aquellos hombres con los pómulos inflamados y cortaduras en las cejas, exhalaban como búfalos escupiendo sangre, el sudor corría a borbotones y aunque ambos tenían sus rodillas en tierra, no cesaban de darse trompadas. Los nudillos ya deformes indicaban la rudeza y contundencia de los golpes.

Hizo falta la fuerza de tres hombre por lado para separarlos, de las manos pasaron a los improperios y maldiciones mientras intentaban zafarse para continuar. Por momento, la lucha había acabado en contra de sus voluntades, estaba claro, que ellos buscarían en el futuro cercano una oportunidad para terminar el pleito, pero necesariamente tendrían que acordar el lugar y la hora, tal vez el único acto civilizado para pactar su barbarie.