Abro los ojos. La niebla apenas me permite atisbar lo que hay frente a mí. Estiro los dedos de los pies con cuidado, no quiero tener calambres.

Las uñas de los pies están un poco largas. La mugre acumulada en las esquinas me incomoda. Desearía poder hacerme la pedicura para tener tranquilidad.

Dos enfermeros entran. Les doy los buenos días y acceden a desatarme y ayudarme a ir al baño. Me acompañaron y asistieron mi aseo. Luego, de vuelta en el cuarto, me dieron el desayuno. Me dieron tiempo para que la comida bajara antes de volver a atarme y drogarme.

También he hablado con el director del nosocomio mental para que me dejara hacer ejercicios. No soporto la idea de ponerme gorda y luego, cuando vuelva al exterior, tener que hacer un esfuerzo prolongado e intenso para deshacerme de los kilos extras.

Anoche soñé con el aeropuerto de la capital de mi país. Adoraba sentarme a ver los aviones llegar y salir. Para mí, esto era como asistir a la iglesia. La paz mental y la ausencia de pensamientos negativos que sentía en ese lugar no tenía comparación con ninguna otra experiencia en cualquier otro espacio.

La última vez que estuve ahí fue hace dos meses.

Las veces que no estoy drogada, tengo la libertad de caminar por el hospital para mantener los músculos en buen estado y que no se anquilosen por la falta de actividad. Mientras paseo, estudio a los demás individuos quienes, como yo, padecen problemas mentales.

El cielo que pende sobre el sanatorio, más específicamente, sobre el claustro interno de la institución, permite ver cualquier ave o avión que lo surque. Los enfermos más desligados de la realidad saludan a las máquinas voladoras como si fuesen criaturas mágicas que cruzan el cielo de forma ocasional.

Yo no estoy tan mal. Yo sé cómo son por dentro esas aves de metal y aceite. No les hago señas ni espero que se percaten de mi presencia.

Las campanas de una iglesia cercana tañen. Me gusta ese sonido, pero no el lugar al que está asociado.

Tal vez, si tengo buena conducta, el director me deje ir a mi templo particular.

Otra cosa para la que pedí permiso fue para que me dejaran dibujar. El diseño industrial me encanta desde que era pequeña. Al descubrir que existía una carrera que consistía en crear aviones, no dudé en tomarla.

Me aprendí las fórmulas y los valores como si estas fuesen letanías que repetir en momentos de dificultad. Mis compañeros se espantaban al ver mi capacidad memorística. Tener la habilidad de recordar todo eso y usarlo en el momento justo me hizo recordar las veces que mis tías o mi abuela recordaban pasajes bíblicos sin cometer errores. ¡Eso sí que era devoción!

Los doctores que me tratan dejan que un par de enfermeros me vigilen mientras me distraigo con la réplica y el repaso de fórmulas y partes del diseño de esas máquinas. Además, ellos saben que mi problema particular no incluye usar objetos para lastimar a los demás. O a mí misma.