Concurso: Cuenta esa historia paranormal que hayas tenido/ "El asedio inexplicable"

El asedio inexplicable

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La fiesta, como siempre, se había prolongado más de la cuenta y eran aproximadamente las tres de la mañana cuando regresaba para mi casa, apurado y solitario por aquellos senderos oscuros del pueblo dormido. Fue cuando ya me faltaban pocos metros para llegar hasta el portón exterior de mi hogar, cuando el silbido penetrante sonó muy cerca de mi oído derecho; me sacudí inmediatamente, mientras la mano, más por un acto reflejo que por otra cosa, intentaba apartar aquel ruido imprevisto, pero enseguida el sonido metálico e impertinente repicó del lado izquierdo y sentí, incluso, que unos dedos fríos me habían dado un golpe en esa oreja.

_{Fuente Modificada con Bitmoji y PowerPoint.}

Confundido, busqué a mi alrededor, pensando que uno de mis hermanos, o algún amigo de los que habían estado conmigo de parranda, me estaba gastando una broma de mal gusto, sin embargo, no había nadie a mi alrededor. Esperé unos segundos con la seguridad de que iba a escuchar la risa socarrona de la persona que se estaba burlando de mí, pero no ocurrió nada. Invadido, ahora sí, por un miedo terrible, salí corriendo como un loco hasta llegar a mi casa.

Resguardado ya por el calor hogareño, el corazón comenzó a normalizar el ritmo de sus palpitaciones y la serenidad regresó a la mente ofuscada, aunque todavía no encontraba, por supuesto, ninguna explicación para lo que había ocurrido. Me senté en la mesa del comedor -el hambre que traía por lo menos estaba intacta- y me dispuse a despachar la cena que mi madre siempre me dejaba guardada sobre la cocina. De repente, cuando levanté la vista, me di cuenta de que mi hermana Romina, quien había fallecido dos años atrás, parecía mirarme fijamente desde el retrato que se hallaba sobre una mesita apartada hacia un rincón, el sitio que mamá le tenía destinado para colocarle sus flores y encenderle una vela de vez en cuando. “Estoy muy nervioso, me dije para calmarme, por qué va a querer Romina asustarme, si como hermana mayor, me quería y me protegía tanto.”

Al terminar de comer, de todas maneras, me acerqué al altar, donde, además de la fotografía enmarcada de Romina, estaban la imagen del Corazón de Jesús, un Divino Niño con sus manos extendidas, un vaso bellamente estampado que servía de florero, el candelabro y el rosario inmenso de cuentas nacaradas, adornado con incrustaciones de oro, rodeando el retrato de mi hermana. Me persigné, recé un Padrenuestro, porque es la única oración que me sé, arreglé la cruz que pendía del rosario, ya que se encontraba un poco ladeada, y me retiré a dormir.

Me estaba costando muchísimo conseguir el sueño, debido a que el recuerdo reciente de aquellos silbidos tan cerca de mis oídos se empeñaba en regresar. “Mañana, seguramente -reflexioné intentando olvidarme del extraño percance- encontraré a alguno de mis amigos riéndose y contándoles a los demás el tremendo susto que me hizo pasar…” Nunca supe en qué momento me dormí, ni siquiera si llegué a dormirme o no, porque lo que ocurrió después lo experimenté de una forma tan auténtica que todavía, veinte años más tarde, me hace erizar la piel.

Al principio, sentí que no podía respirar; me agité en la cama intentando llevar aire a mis pulmones, pero entonces caí en cuenta de que algo me apretaba el cuello con una fuerza descomunal. Cuando abrí los ojos, miré la horrible figura; tenía unos dientes largos, los ojos brotados parecían arder, todo lo que lograba ver de su cuerpo estaba cubierto de pelo, de donde emanaba un vapor pestilente que contribuía a trastornarme; sus manos largas y huesudas apretaban un trapo amarrado a mi garganta, mientras en su rostro se dibujaba una horrible sonrisa.

Intenté, con la energía de mi desesperación, quitármelo de encima, pero parecía inútil, no podía zafarme de aquellas tenazas que me escamoteaban el oxígeno. Fue en el momento en que mi resistencia comenzaba a perder la batalla cuando escuché la voz de Romina llamándome con un apremio delirante: “Amílcar, Amílcar, Amílcar… entonces, dando un salto, me levanté de la cama con la sensación de haber regresado desde las regiones de la muerte. Cuando me toqué el cuello, comprobé con inaudito terror que tenía la funda de la almohada amarrada a su alrededor y miré que la cruz del rosario que acompañaba el retrato de Romina estaba sobre mi cama y sus cuentas esparcidas por toda la habitación.

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