Cuando somos niños vemos el mundo de manera diferente, los sabores y olores son más fuertes, somos influenciables y las emociones las vivimos como tales.

Una de las cosas que más nos gustaban era ver comiquitas en la televisión. Para hacer este post he tenido que viajar en la cápsula del tiempo e ir quitando de diez en diez hasta llegar a mis cinco años, casi me mareo, pero lo logré.

Lo primero que veo es a una niña sentada en un sofá frente a un televisor y a una hermosa mamá que diligentemente pone en mis manos un pan francés con mantequilla y miel. ¡Qué delicia!

No sé si es la caricatura, la merienda, la madre amorosa o toda la amalgama que eso representa. Ver Gasparín mientras saboreo ese manjar es uno de los recuerdos que atesoro con más devoción. Si alguna imagen se puede asociar a la paz es esa.

Gasparín, el fantasma amigable, era mi programa preferido. Un muñeco simple, (me he dado cuenta mientras lo he dibujado) pero que ejercía en mi la fascinación que he visto en mis nietos en sus primeros años con Peppa Pig. Yo adoraba a Gasparín hasta quería parecerme a él, ya no, (risas).

Ni siquiera tenía la noción de lo que era un fantasma, creo que era la gracia del rostro que me hacía verlo tan bonito y me provocaba tenerlo como un juguete o algo parecido para poder abrazarlo.

El tiempo pasó y un día volví a verlo en la televisión y me pareció tan diferente que no entendí cómo pudo gustarme tanto en su momento. Ahora que escribo, retomo la idea y pienso que él representaba la comodidad, la alegría y ese confort que damos las madres dentro del hogar.