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Cuando abro mis ojos celebro poder verlo allí, sentado en el sillón de nuestra casa, descansando, con sus brazos sosteniendo su cabeza, soltando una risa de vez en cuando mientras ve el televisor. En ocasiones deseo hablarle, contarle todo lo que ha pasado, decirle que este mundo nos atrapó a todos y para algunas personas, incluyéndolo a él, les azotó el infortunio; pero me asusta pensar que cuando lo haga él saldrá de casa para ya no volver más.

A veces pienso que él sabe todo lo que quiero contarle pero prefiere no hablar de eso para no perder el tiempo de su visita sintiendo el dolor que guardan todos esos recuerdos.

Una vez le tomé una de sus manos y estaban firmes como siempre, me dio un apretón y me acaricio con la otra, cubriendo mis manos mientras me decía:

–Ya me tengo que ir.

Casi siempre se despide con esa frase, pero otras veces lo hace con una mirada, una mirada llena de paz, una que me pide disculpas por tener que marcharse, pero que también dice que volverá.

Me parece irónico que quien se despide es él pero soy yo quien abre la puerta y se marcha primero, tal vez sea porque él debe salir por la puerta principal y yo por la de atrás, como lo hacen quienes buscan ocultarse de algo para no enfrentar su verdad.

Del otro lado de la puerta la realidad siempre me sorprende con su ausencia irrevocable, recordándome que la culpa no la lleva nadie porque no se puede castigar a la naturaleza, que este lado es oscuro y sigo encerrada en mi habitación, con miedo de ir afuera porque en este mundo la arrogancia es la muerte de los hombres. Mi única esperanza se ha convertido en esperar la noche para soñarlo de nuevo allí, sentado en el sillón.