Siempre las miraba desde la ventana, parecían agujas infinitas que mojaban su cuerpo. Soñaba con hacer barquitos con paletas de madera y ponerlos a correr para ver cuál llegaba primero, pero había nacido con los pulmones maltrechos. Su enfermedad le prohibía mojarse con la lluvia, entonces cada vez que ellas caían se aferraba a la ventana para tocarlas a través del espejo. En sus ojos esas gotas se reflejaban, hacían cascadas en sus mejillas.

Le escribía a la lluvia:

Alfileres finos
Te quiero tocar
No me hagas daño
Para poderte disfrutar.

Cantaba la canción de Rocío Dúrcal : “Seré la gata bajo la lluvia y maullaré por ti…”

La gente del barrio pasaba, la miraba recostada a la ventana y sentía lástima de ella. La lluvia la atrapaba en un silencio de niño resentido. Veía correr a la gente, esquivar las gotas y lloraba por no ser uno de ellos.

La vida le fue negando la alegría de sentirla, de abrir su boca para llenarse de ella, de correr con los brazos abiertos para recibirla. Solo se conformaba con mirarla y sentir su olor a felicidad del campo, a brisa húmeda, a amiga fiel.

Así pasaron los años, ya la joven tenía zurcos de agua en su rostro. La lluvia había sembrado en ella la esperanza del “Nunca jamás”. Entonces cuando llovía, se levantaba de la mecedora, apoyada en su bastón, y abría el grifo para llenar sus ollitas de agua; se salpicaba el cuerpo, se reía sola a carcajadas, regaba las matas, cantaba, bailaba y ponía a competir barquitos de papel en el lavamanos de su casa.

Su mente se hizo lago, sus cabellos pétalos al viento, su mirada arcoiris de soledad.

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