Cada día al levantarme, recurro al lugar donde observo el ciclo día-noche de todos los días. Al principio, solía retar en mi mente a este principio inamovible… ¿Qué tal si hoy no aparece el sol? O, ¿qué pasará si el día dura más de lo establecido, y no aparece la noche? Cual niña imaginaba estas posibilidades.

    Los días transcurrían y fui comprobando que hay una obediencia innata en la creación en cuanto al designio dado por Dios en su famoso “y fue la tarde y la mañana un día”. Amanece, sale el radiante sol sobre todos los humanos sin hacer distinción de qué tan buenos o malos sean. Anochece, los humanos vuelven a refugiarse en sus hogares, sólo algunos toman tiempo para reflexionar de su día observando a la lumbrera perlada que señorea en las noches.

    En ocasiones, quiero extender las horas del día para hacer, disfrutar y explorar más. Pero me encuentro una y otra vez con el término de éste. Pensándolo bien, es mejor así, mi ser entero (mente y cuerpo) necesita descansar para empezar de nuevo el afán o placer próximo.

    Y así, desde el amanecer de cada día, miro el inmenso mar que tengo frente a mi, el transitar de los vehículos y de las personas de mi ciudad. Puedo suspirar y reflexionar en que así como toda la obra de Dios fue hecha con fidelidad y su pacto del ciclo día-noche no se rompe, de igual forma nunca se romperá el pacto que Él ha hecho conmigo, no importa cuántas veces desde lo profundo de mi interior lo he retado con quejas, temor o dolor.

    Desde el amanecer de cada día y hasta que el sol se vuelva a poner descansaré en Su amor.