Cuando Martha Quiroz se contempló en el espejo, lo primero que apreció fue la belleza del estampado floral; pequeños botones amarillos con pétalos blancos, unas margaritas en un fondo negro. Ideal para el día, para la casa, para un domingo en el que no tuviera que salir, o simplemente para sentirse cómoda mientras arreglaba el vestido que tenía en la mano. A su lado, su hermana Griselda estaba costurando algunos pequeños huecos de la camisa de su hermano Pablo con manos expertas. Al fondo, doña Herminia, madre de Martha, Griselda y Pablo, se enfocaba en bordar las orillas del vestido de Griselda.

Era una tarde de verano en la casa de los Quiroz, ubicada en la calurosa ciudad yucateca de Mérida. Las mujeres estaban preparándose para asistir a una reunión celebrada en casa de sus vecinos, los Rivas, en el barrio de la Mejorada. Martha estaba particularmente emocionada, pues supo que en la reunión estaría Rodrigo Gómez, un joven arquitecto con un futuro prometedor por quien ella suspiraba, pero que sabía que nunca la vería más allá de una sincera amistad.

Mientras examinaba el vestido verde con el que se luciría en la reunión de los Rivas, Martha pensó con detenimiento. Estaba consciente de que Rodrigo nunca le haría caso; el joven arquitecto tenía los ojos puestos en Laura Rivas, la hija menor de la familia con quien Martha gozaba de una buena amistad. Por lo tanto, ella estaba considerando aceptar los avances de Ricardo Valverde Chi, un joven abogado que empezaba a visitarla cada domingo y a quien sus padres veían como un hombre adecuado para su hija. Era un hombre sagaz, decidido y con un espíritu que lo hacía interesante a los ojos de Martha.

Quizás juntos tendrían un matrimonio armonioso, o al menos uno donde imperase el respeto y el entendimiento mutuos.