Despertó el día sin sus eternos rayos de sol. Una brisa fría abrió de par en par la puerta de la casa y apagó la llama de la cocina donde se colaba el café. Agustina sintió que la piel se le puso de gallina, se persignó y rezó un Padre Nuestro: “Ave María Purísima, qué irá a pasar”. No me gusta cuando siento esto que estoy sintiendo. Por su mente se le pasó el recuerdo de sus muchachos que estaban fuera del país; invocó a Dios para que los protegiera, y salió para casa de su hermana para llamarlos por celular, ya que ella no tenía otra forma de saber de ellos. A pesar de ser una mujer joven no se la llevaba bien con la tecnología.

Cuando llegó a la casa de su hermana no encontró a nadie. Ya no hacía brisa; el sol había salido con ganas de tragarse al mundo. Sin embargo, ella no podía zafarse de los escalofríos. Una vecina la vio y le preguntó qué tenía. Ella dijo: “Tengo un apretón en el pecho que no me deja respirar. Creo que me voy a infartar”. La vecina sintió miedo. Agustina estaba pálida y tenía las manos heladas. Pidió ayuda a un motorizado conocido; él se paró y ayudó a llevarla al hospital.

El médico la examinó y la encontró bien. Agustina insistía que no podía respirar. Mientras tanto, en Colombia, en una sala de Terapia intensiva, su hijo dejaba la vida frente a un respirador artificial.

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