Agustina y Pablo llevaban más de veinte años de casados, sin hijos, pero, aun así, siempre se habían querido mucho. No eran una pareja de ricos, ni muy abastados, pero lograban llegar al final del mes sin apuros y también conseguían pagarle el sueldo a Rosa, la fiel empleada doméstica que los acompañaba desde el primer día de matrimonio. Sin embargo, últimamente, cuando Agustina regresaba a casa después de esa y aquella tarea en el centro de la ciudad, siempre encontraba a Pablo ensimismado, sentado en su escritorio y escribiendo, no se sabía que, y siempre que estaba allí, parecía no percibir la presencia de su esposa. Aún menos la de la empleada.

Esta última, la pobre de Rosa, bastantes preocupaciones tenía. Sus señores no se habían casado muy jóvenes, y don Pablo era algo mayor que su esposa. Si se muriera, las dos mujeres tendrían que salir deprisa de la casa, pues en ausencia de hijos de la pareja, el inmueble estaba vinculado por lo de las leyes a un sobrino de don Pablo. Doña Agustina aún tenía todo su espléndido ajuar de novia, valioso lo bastante para permitirle una condición económica modesta después de enviudar. Pero no lo suficiente para seguir manteniendo a una empleada doméstica. Y Rosa, afuera de la casa de sus señores, no tenía por dónde caerse muerta. Estaba sola en el mundo, y solo la reverenda calle la esperaba. Doña Agustina la quería mucho y nunca la habría abandonado, pero a Rosa le parecía injusto que su señora tuviese que llevar una vida miserable para mantenerla a ella. En esa época, además, a una viuda con escasos recursos se le hacía muy difícil casarse de nuevo y Rosa no quería convertirse en tal estorbo para doña Agustina.
Ocurrió que don Pablo, ya bien viejito, falleció. A Roberto, su sobrino, no le pareció verdad, como contaba los días que le faltaban a su tío para morirse y así ocupar su casa, sacando a la viuda y a la sirvienta, a quien no quería pagar el sueldo. Pero antes fue necesario abrir el testamento que don Pablo había dejado en las manos de un notario.
A mi cliente le llevó bastante tiempo para escribirlo, pero valió todos sus esfuerzos, dijo el oficial.
Entonces, ¿de eso se trataba? Todas esas horas en su escritorio, para escribir correctamente un testamento. A veces, doña Agustina había tenido celos, sospechando que su Pablo tal vez tenía una amante y le estuviese escribiendo. Aunque pronto sacaba ese pensamiento de su cabeza. No, Pablo nunca habría sido capaz de tamaña vergüenza. De verdad no podía disponer de su inmueble vinculado, pero de los bienes muebles, sí, podía. Nadie sabía que don Pablo poseía un reloj de oro muy valioso, aún más valioso que su casa. Había ocultado su existencia para que el codicioso de su sobrino Roberto nunca lo supiera. Y con ese testamento, se lo dejaba a doña Agustina. El regalo más delicado de todos los que le había hecho en una vida de casados.
Con el dinero de la venta del reloj y considerando su ajuar, doña Agustina tenía más que suficiente para rehacer su vida sin que sus economías empeorasen, lo que fue el deseo de don Pablo antes de fallecer. Y como era de imaginarse, quiso llevarse a Rosa para que viviera con ella, pues, más que una simple empleada, la tenía por su mejor amiga.
En cuanto a Roberto, al colmo de la sorpresa, se quedó verde de envidia, no habiendo podido heredar ese precioso reloj. Y como resultó siendo pésimo amo de casa, pronto acabó viviendo en un corral...

Invito a participar a @oneray. Saludos y abrazos desde Mercosur.