Me tocaba el turno de la noche, cuando vi a una pareja que llegaba con su hijo. El niño tenía como 12 años y fue él quien escogió la mesa, también tomó el menú y llamó al mesonero. Los padres permanecían callados mientras el niño hacía el pedido. Por lo visto, el niño estaba acostumbrado a hacer aquello, porque no hubo comentario contrario a lo que el chico había dicho. Después que el mesonero tomó el pedido, los padres se miraron entre sí con agrado.

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También llegaron tres personas, otra familia que salía a comer a esa hora. A diferencia de la anterior, en esta familia fueron los adultos los que hicieron el pedido. Mientras que la comida llegaba a la mesa, comenzaron a hablar entre ellos. Reían con ganas y hasta se echaban bromas. Al rato dieron las gracias cuando la comida llegó y comenzaron a comer inmediatamente.

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En la otra mesa, era todo lo contrario: el chico se quejaba de lo que le habían traído, diciendo que todo aquello estaba malo. Los padres intentaban controlarlo, pero los esfuerzos eran en vano: el chico se negaba a comer y hacía pataletas de malcriado. Con cierta vergüenza y tal vez molestia, los padres pagaron, se levantaron y dejaron al chico allí sentado. En cambio en la mesa de al lado, padres e hijo disfrutaban la comida y seguían charlando.

HASTA UNA PRÓXIMA HISTORIA, AMIGOS