María hizo todo lo posible para llegar temprano a su puesto de trabajo. Cuando llegó el reloj marcaba las 4 en punto de la madrugada. En el mercado, el que llegaba primero, ocupaba los mejores puestos para la venta. Sin embargo, cuando se acercó vio que muchos de los mejores espacios desocupados estaban reservados o apartados por personas que no estaban ahí. Cuando preguntó, algunos dijeron no saber, otros simplemente se hicieron los desentendidos.

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Como María era una mujer humilde y que no le gustaba crear problema, empezó a acomodar sus mercancías en uno de los lugares que habían dejado y que fuera más visible. Sus frutas, cosechadas por ella misma, relucían de frescas y fragantes, por lo que los otros vendedores se acercaron a preguntar dónde las había comprado y cuál era el precio. María, con la mejor de las sonrisas y olvidando la injusticia que habían cometido con ella, dijo que las vendería baratas porque eran de su propio huerto. Los vendedores, molestos, trataron de hacerla cambiar de parecer, ya que entonces ellos tendrían que rebajar sus productos. María se negó rotundamente.

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Los otros vendedores, al no lograr su propósito, le pidieron al gerente que desalojara a María y éste, ni corto ni perezoso, lo hizo. La pobre mujer, con su mercancía en las manos, salió del mercado y estuvo a punto de llorar cuando una anciana que por allí pasaba, le dijo: ¡Qué bellas frutas. En cuánto las tienes! María, volviendo a sonreír, atendió a la anciana y vio como muchas personas se acercaban a ella a comprar. Antes de las 10 de la mañana, María había vendido toda la mercancía y con una sonrisa en los labios, miraba el cielo y le daba gracias a Dios.

Esta historia se la escuché a una mujer en el mercado

HASTA UNA PRÓXIMA HISTORIA, AMIGOS