La mujer había decidido escapar del estrés diario y se fue a la playa. Cuando llegó, la playa estaba desierta. Por un lado sintió el alivio de no tener que toparse con una multitud de turistas, pero por otro lado sintió contrariedad al ver los establecimientos de toldos y comidas cerrados. Sintió impotencia, tal vez algo de rabia al ver la inercia de un país venido a menos.

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A pesar de eso, la mujer se sentó bajo la sombra de un cocotero y tendió la toalla en la arena. Sentada mirando el horizonte, recordó que no podía estar hasta tarde allí porque era inseguro y porque el transporte estaba funcionando hasta cierta hora. Arrugó el entrecejo y trató de no amargarse la vida. En eso visualizó un niño descalzo que venía jugando con un carro improvisado de cartón.

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El niño al verla, se acercó y le sonrió. Le dijo para bañarse y ella se negó. El niño corrió al mar y saltó como un delfín. Cada tanto el niño volvía y sonreía. Ella también le sonreía y hasta le preguntó su nombre. Al final de la tarde, el niño con su carrito improvisado la acompañó a tomar el bus y movió sus manitas cuando el transporte arrancó. La mujer en su asiento y mirando a través de la ventana, suspiró feliz. Más que la playa, la sonrisa de aquel niño la había desestresado.

*En Venezuela, la sonrisa de un niño es el mejor analgésico del mundo

HASTA UNA NUEVA HISTORIA, AMIGOS