Luces no soportaba a su institutriz. Era muy estricta y siempre le estaba corrigiendo por alguna cosa. Siéntate bien, no apoyes los codos en la mesa, ese bordado está disparejo, no se habla con ese tono de voz tan alto, debes hacer silencio delante de los señores, y muchas, muchas otras prohibiciones y exigencias más.

Ella quería aprender de verdad. Quería que le enseñaran cosas importantes, como por qué a veces caía nieve del cielo, o cómo era posible que de un huevecillo surgiera un pequeño pajarito. Quería conocer los nombres de las partes de cuerpo, para poder entender al Doctor Ramírez, cuando le explicaba a su mamá las partes en las que la atacaría su enfermedad. No quería aprender a bordar, ni a sentarse derecha. ¿De qué le serviría eso?

Una tarde de julio, escuchó voces en la pequeña salita donde su madre recibía a las visitas. Se acercó y pudo ver a un joven que leía en voz alta a su mamá. Se acercó lentamente, fascinada por la historia que aquel joven contaba. Al verla, el hombre interrumpió el relato y su madre les presentó.

Se trataba del nuevo maestro que habían contratado para ella. Un joven que le enseñaría lo que ella quería aprender. Ahora la geografía, las matemáticas, la historia, y otras ramas importantes para instruirse, estarían al alcance de su mano y por fin podría tener acceso a ese mundo de conocimientos que tanto le intrigaba.

Luces fue una estudiante aplicada y muy entregada al aprendizaje. Era fascinante lo rápido que aprendía. Todos notaron el cambio y las nuevas palabras que ahora acompañaban su elocuente forma de hablar. También notaron la estrecha relación que se fue forjando entre alumna y profesor. Eran inseparables y parecía que se conocían de toda la vida. Era posible que, además de amar el conocimiento, ¿Luces amara a su maestro? Solo bastaba con observarlos para saber la respuesta.

Esta es mi participación para el Concurso de Arte y Escritura Nº 85 que promueve @solperez. Gracias por acompañarme y leerlo.