En una frondosa rama de un araguaney, vivían varios turpiales. Una linda turpialita pasaba largas horas observando embelesada al ave que robaba sus suspiros y permanecía en sus pensamientos día y noche. Era un hermoso turpial, con plumas finamente peinadas y de colores tan intensos que deslumbraban.

La turpialita volaba cerca de él, y hacia elegantes piruetas, cantaba con dulzura y recolectaba ricas frutas para que aquel imponente turpial se fijara en ella y se enamorara perdidamente, así como le había ocurrido a ella.

Pero eso no pasaba, parecía invisible a los ojos del turpial, quién sólo estaba pendiente de mirar sus hermosas alas. Un día la turpialita voló un poco más lejos del árbol y encontró una hermosa flor de colores violetas y rosados. Los bellos y delicados pétalos de la flor eran tan hermosos que la pajarita no pudo evitar pedírselos. "Regálame tus pétalos querida flor, para hacerme un hermoso vestido y conquistar a mi amor"

La flor era una orquídea y su belleza era inigualable, lo pensó un poco y luego le contestó: "Querida turpialita, darte mis pétalos sería un sacrificio, pero lo haré con gusto porque creo en el amor y deseo que logres lo que deseas" Enseguida se deshizo de sus delicados pétalos y los entregó, a sabiendas de que dejaría de existir. La enamorada ave colocó con cuidado los hermosos pétalos sobre sus alas y se fue volando emocionada al árbol donde estaba su amado.

Se posó frente al turpial, esperando despertar en él ese amor tan anhelado. Pero aquel ave siguió en su oficio de mirar sus plumas y alabar su imagen. La turpialita no lo soportó y con amargura le espetó, "Qué feo eres pajarito, y qué bella ha sido aquella flor que fue capaz de entregarlo todo para proteger al amor"