El reloj dio las tres con quince de la mañana. Mitch Hutchinson, el bartender, limpiaba los vasos y copas a la vez que miraba a Hiram Dawson dormir en los asientos de las mesas al fondo del bar McSorley. El hombre de cincuenta y dos años de edad había llegado a las seis, con el susto en la cara, resoplando y tirándose en una de las sillas de la barra antes de recuperar el aliento y pedir una bebida.

Las horas pasaron mas Hiram no se despedía. Hubo momentos a lo largo de la noche en los que se quedaba dormido por unos minutos -no más de veinte- hasta que volvía a despertar y volvía a ordenar alguna bebida o comida de las disponibles.
Esos mismos platos que son para comer entre una ronda y la otra y que sólo acaban con el hambre pero que no nutren el cuerpo.

Una vez que todo quedó limpio, Mitch se acercó a Hiram para pedirle que se fuera.

—No, no quiero irme —lloró Hiram.
—Yo debo irme a mi casa y no puedes quedarte.

Mitch escuchó que alguien golpeaba el vidrio de las ventanas. Josephine Dawson, la esposa de Hiram, los miraba desde el otro lado del cristal. Mitch, debilitado por el cansancio y la irritación, se tragó su orgullo y le abrió la puerta a la mujer.

—Por favor, Josephine —le rogó el hombre de mediana edad— no le digas a nadie que te dejé pasar.
—No te preocupes.

Josephine arrastró a su marido fuera del bar y se lo llevó de regreso al hogar matrimonial. Mitch cerró el local y tomó un tranvía a su casa. Mientras se aseaba y se acostaba en su cama, oró porque si Hiram lo acusaba de haber dejado entrar a una mujer, su alcoholismo y mitomanía le jugaran en contra y no pusiera en peligro su trabajo en McSorley.