El espacio estaba dispuesto para dar comienzo al sublime momento de la creación: caballetes, lienzos, pinceles, cortinas, colores, luz. Me alistaba para despojar mi cuerpo del ropaje y del calzado que lo protegían para retomar la pose que habíamos mantenido en las últimas dos largas sesiones artísticas en este salón.

_{El inoportuno (1898) óleo sobre lienzo. José Ferraz de Almeida Júnior (1850–1899)}
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Yo, la mujer mirada, centro de inspiración, musa escrutada, conservaba la mayor serenidad y compostura del movimiento; mientras que él, sin apartar sus ojos de mí, buscaba la sensualidad en mi boca, mis ojos, mis caderas, mi busto, mi piel.

Sentía cómo esos ojos negros, dominados por la fuerza del arte, trataban de ir más lejos: se afanaban por traspasar la barrera de la corporeidad y calar en mi interior en busca de algo oculto, hundido, profundo. Sin pronunciar palabra alguna, él reclamaba todo. Yo sabía lo que quería de mí, sin embargo, lo atesoraba con cautela. No era el momento para entregarme toda. Poco a poco, de lo más íntimo de mí se irían manifestando las señales que harían de este cuadro la obra de arte que el maestro deseaba.

La complicidad entre los dos estaba echada. Ejercitábamos una especie de relación modelo-pintor que solo nosotros éramos capaces de mantener en el secreto de lo privado. Mientras, un oculto desconocido, allá afuera, sabrá que detrás de las cortinas pasa algo prohibido para el resto, y queriendo inmiscuirse en nuestro pacto, se atreverá a aproximarse, tocar a la puerta para suspender el curso de las pinceladas, escudriñar, y hacer público lo que acontece detrás de los muros.