Han pasado los años. Ya no somos los mismos de aquellos tiempos en los que juntos decidimos tomar un volkswagen naranja para adentrarnos en los lugares más lejanos del país. Montañas, ríos, mares, ¡qué no conocimos juntos, cuáles lugares no visitamos empapados de la juventud alocada de esos gloriosos años! Nos bastaba un poco de dinero y nos sobraba el amor para recorrer holgadamente esos senderos que hoy, desde aquí, sentada en esta piedra mojada, recuerdo...

Evoco ese día en el que tomamos camino a la montaña. Era la época de vacaciones y era necesario salir a celebrar a los poetas leídos y comprendidos desde nuestra libertad, con el ánimo que da la sed de alcanzar lo inasible, lo extraño, lo otro: Rilke, Virginia, Cortázar, Ibarbourou habían llenado nuestras cabezas de ese espíritu que mezcla lo bello con lo profundo y le da vueltas a la verdad para tejerla de rebelde imaginación.

De madrugada, acomodamos nuestras mochilas con la vestimenta que nos cubriría en el páramo puro, abierto, solemne, al que iríamos. Sabíamos que el frío sería inclemente para este par de urbanos acostumbrados al tiempo soleado y al aire turbio y pesado de la ciudad. No descartamos ropa más ligera para el regreso, cuando seguramente pasaríamos un par de días a orillas de una playa, jugando con las conchas marinas, las algas, las palmeras.

Ahora, acompañada del resonar del agua que cae de los cerros y colma el estanque, se agolpan en mis recuerdos los episodios de nuestras aventuras. Recreo tu silueta, fuerte, vigorosa, como ese cuerpo de agua que entra a raudales y reconstruye junto a la enérgica ternura apasionada de entonces, una querencia que aunque lejana, pervive aún muy dentro de mí como el primer día en que entralazamos las manos en nombre del amor.