De pequeña siempre visitaba la casa de mi abuela Etanisla, era un lugar muy humilde alejado de la ciudad, donde había muchos animales de granja.

Nos levantamos temprano para alimentarlos, había gallinas y gallos en un corral de allí tomábamos los huevos criollos y frescos para desayunar.

Tenía una vaca que nos daban la leche fresca y en las mañanas la ordeñabamos y mi abuela preparaba una ricas cuajadas, que se derretía en las arepitas calientes cocidas en el fogón.

No podían faltar los patos y gansos que estaban acostumbrados a que los lleváramos al lago cuando íbamos a merendar.

Yo llevaba mi canasta con frutas frescas, pan y una rica mermelada que mi abuelita hacia. Ella era un poco lenta porque había sufrido un caída y tenía que apoyarse en una muleta, pero eso no me preocupaba porque para llevarle el paso yo me detenía a recoger las lindas flores que conseguía en el camino.

Esas visitas eran mágicas pero fue pasando el tiempo y los dolores de mi abuelita aumentaron, y ya no era tan activa ahora me tocaba cuidarla.

Mis padres le compraron una silla de ruedas y yo la llevaba al lago para la merienda, allí le contaba como me había ido en la escuela y hacia chistes de mis compañeras.

Me encantaba verla reír, luego volví a la escuela, mis padres llegaron a mitad de mañana a buscarme, yo quedé extrañada y les pregunte qué pasaba, me dijeron que iríamos a casa de la abuela.

Yo salté de emoción, pero luego me quedé paralizada cuando vi sus caras y mi mamá soltó el llanto, mi abuelita Etanisla había fallecido.