Era una mañana fría, y la brisa marina parecía arrastrar el salitre como fuertes cristales que chocaban sobre los ventanales de aquella casita a la orilla de la bahía.

Donde vivía Clarisa, una humilde mujer que yacía solitaria en la espera que su esposo regresará de la faena de pesca.

Ella estaba sorprendida porque desde hacía muchos años que vivía en ese lugar, el salitre jamás había chocado con tal intensidad que parecían como miles de manitos tocando las puertas y ventanas.

Pero la brisa era tan intensa, que se asomó a ver qué pasaba. De repente vio sobre el muelle un pequeña figura que a penas podía moverse caminando hacia el mar en contra la fuerte brisa.

Y salió corriendo en su auxilio. Al llegar observó que era una hermosa niña de cabellos rojizos y ensortijados que brillaban como el sol que hacía su imponente aparición cada mañana.

Observó en el horizonte, y divisó a lo lejos una pequeña embarcación que se alejaba perdiéndose poco a poco de aquel muelle. Gritó con toda su fuerza, pero nadie la escucho porque la brisa llevaba el reflejo de su voz a la orilla.

Decidió llevarla a casa y en el camino sintió que su corazón tembló, cuando escuchó una suave voz preguntando

¿Tu eres mi mamá?

Clarisa temblorosa y emocionada le dijo:

Yo no soy tu madre, ella quizás va en ese barco, cuando se den cuenta que faltas, seguro regresa a buscarte.

Pero la niña sonrió y le mostró un papel que sostenía apretado en sus manos. Donde decía:

Su nombre es Alba, como el lucero rojizo que alumbra las mañanas. Vivimos en una isla apartada, pero estamos muriendo de una enfermedad extraña. Cuidala como que fuera tú hija pero muéstrale cada mañana, que detrás de donde se une el cielo con el agua, la miran sus padres que ya no estarán en este mundo para educarla y dile que ella es lo que más amaban.

Clarisa, calló arrodillada en la arena, sosteniendo a Alba entre sus brazos, con el corazón palpitando y dándole gracias a Dios por aquella bendición. Porque ella tenía tanto amor que dar pero su vientre no podía procrear.