Encuentros imaginarios

Como una especie de ritual, ellas acuden regularmente a la terraza de su edificio. Suelen hacerlo los viernes. Es muy raro cuando posponen su cita para el sábado, pero ha ocurrido no pocas veces.
Yo las miro desde mi piso. Me oculto tras la cortina de blonda que mi madre colgó en cada ventana para minimizar la intensidad de los rayos del sol.

A pesar de que es difícil que noten mi presencia, procuro ocultarme bien. La distancia que nos separa no es tan grande que les impida verme; sin embargo, ocupadas como están en sus rituales de belleza, no se detienen a mirar a los edificios en derredor sino que se concentran en hacer lo que fueron a hacer: regalarse mimos y atenciones fuera de la opresión de sus hogares.

Ellas, cada una madre y esposa, se entregan a aquel paréntesis de libertad disfrutando al máximo cada minuto. Yo, soltera irremediable, las miro con envidia por tener aquel espacio de solaz que les roban a sus familias.

Un día tropezaré en la calle con una de ellas y nos convertiremos en amigas y me invitarán a la terraza a fingir que solo iremos a colgar ropas recién lavadas y nos pintaremos las uñas de las manos y de los pies y nos depilaremos las cejas y nos secaremos el cabello para luego trenzárnoslo unas a otras y bailaremos al son de una canción mal entonada y reiremos como desquiciadas de los chismes de los vecinos.

Un día, cuando ya seamos muy amigas, les contaré de mi temor irracional a las reuniones sociales y de por qué mi mamá solo me dejaba ver el mundo desde la ventana del apartamento.