De lunes a lunes - Semana 10 / La fiesta inolvidable / Por @eudisdiaz

Celebraríamos los quince años de una de mis sobrinas así que toda la familia estaba invitada y casi toda la familia asistió. Incluido uno de mis tíos quien sufre de los nervios, tiene vértigo y, aunque no soporta la música a alto volumen ni las aglomeraciones de personas, llegó entre los primeros invitados y ocupó un asiento casi en medio del salón y varios de los miembros de la familia le hicimos compañía. Yo rotaba por las mesas aprovechando la ocasión para saludar a algunas tías y primos que no veía desde hacía tiempo y de reconocer – en las caras de los jóvenes – a los hijos de mis primos que conocí cuando eran niños.

Bailaron el vals, se hicieron los brindis, la fiesta entró en calor y todo el mundo se relajó, se aflojaron las corbatas y se dejaron asomar las barriguitas que habían estado contenidas para salir planas en las fotos.

Hubo un momento en el que, con preocupación, noté que mi tío estaba conversando y tomando con todos de todo lo que repartían a pesar de que, por prohibición médica, él no puede ingerir licor.
Y así como no puede tomar es casi imposible que pueda bailar pues no sigue el ritmo de la música y su vértigo no se lleva bien con unas vueltas en la pista. De manera que él nunca baila porque no le sienta bien a su salud y porque, además, no sabe bailar.

Cuando ya pasaba de la medianoche, mi mamá, otras tías y yo nos habíamos mudado para su mesa y le dábamos conversación para procurar que hablara más y tomara menos. Y el plan funcionó bastante bien, pero creo que ya el alcohol había hecho lo suyo.

En una ocasión en la que mi tío se levantó para ir al baño, hubo un cambio en la dinámica de la fiesta: anunciaron la llamada “hora loca”. Y mi tío se vio envuelto en un río de gente que se levantó de repente a bailar y lo arrastró al centro de la pista de baile en un trencito que ondeaba y que se hacía cada vez más extenso pues le llovían piezas para hacer más y más vagones humanos.

Seguramente por sentirse acorralado o mareado o esas y más emociones, mi tío comenzó a repartir trompadas a todo el que tenía a menos de dos metros de distancia. Los hombres agredidos (y algunas mujeres) respondieron de la misma manera y aquello se convirtió en una pelota de gente que golpeaba, empujaba, arañaba, mordía y no se separaba por ninguna razón.

La música seguía sonando. Mi mamá lloraba y mis tías, menores que ellas y de carácter más recio, se metieron en el barullo a buscar a mi tío.

Mi cuñada, la madre de la quinceañera, dispersó a los que peleaban echándoles un tobo de agua con hielo mientras los amiguitos de mi sobrina reían hasta caerse en el piso ante semejante desastre.

Hoy, cuando han pasado más de diez años de aquella celebración, aún nos reímos y tenemos el cuidado de no invitar a mi tío a nuestras fiestas familiares.