Hace unos días durante una visita a la comunidad, entré a una de las viviendas que me fue asignada para supervisión. Era una casa modesta de dos habitaciones, uno de ellos estaba internamente separado por una cortina oscura con la que improvisaron una tercera. La casa tenía un largo pasillo que se extendía desde la puerta de entrada hasta llegar al otro lado en el que se encontraba una puerta que daba a un patio con muchas y hermosas plantas y árboles frutales. Opuestamente a lo humilde de la construcción, el patio daba una impresión de prosperidad, frescura y belleza; parecía haber dado con un tesoro escondido.

Seguí mi recorrido por el hermoso patio y encontré un muro que me daba por las rodillas y frente a este había una vieja pero aún muy conservada silla, hecha de madera. La señora que me acompañaba, hasta ese momento en silencio, me dijo que esa silla pertenecía al dueño quien había fallecido hacía más de 100 años y que, por ser su silla y lugar favoritos nunca se movió de allí. Yo, incrédula, veía la silla y le comenté a la señora que a pesar del tiempo estaba muy conservada y ella me dijo, que "esa era una madera muy buena", que en todo ese tiempo no le habían hecho mucho mantenimiento y sin embargo, aún tenía buena vista.

Cuando ya me iba, me detuve frente a un pequeño salón en el que habían muchos objetos y me llamó la atención un cuadro que estaba en una mesita, junto a otras pertenencias del difunto y le pregunté a la señora que quién era el hombre del cuadro y ella respondió, "es el dueño de la casa, sentado en su silla, unos años antes de morir". Parecía mentira, el lugar, la silla, las plantas, todo igual, lucía intacto; lo único que faltaba era el campesino, el dueño de la casita sentado en su silla para completar el cuadro de hacía 100 años atrás, esa fue una experiencia especial.