Debo comenzar aclarando que siempre intento ser un hombre que vive en consonancia con su tiempo, lo cual quiere decir que no me caracterizo por pasar mi existencia añorando un pasado que ya no volverá y despotricando de la dinámica imparable del mundo actual. Asimilo los cambios incesantes que nos proporciona la tecnología, pondero sus virtudes, utilizo los maravillosos artilugios que nos depara y cuestiono, como es normal, los aspectos negativos que surgen de la inconsciencia que, muchas veces, caracteriza esta época.

_{Imagen editada en PowerPoint/ F}

La brujería, por todo lo que ya he dicho, jamás ha estado en el radal de mis preocupaciones, nunca formó parte de mi existencia ni siquiera en los años de mi infancia y juventud cuando vivía en aquel pintoresco pueblo en donde nací. Sin embargo, a pesar de que no me tocó, en aquel entonces, involucrarme directamente en acontecimientos inexplicables, no puedo ignorar todo lo que observé, esas vivencias que nadie me contó, sino que fui testigo directo de ellas.

Era yo un joven, como de catorce años, más o menos, cuando uno de mis sobrinos se enfermó; el rostro se le puso pálido, perdió por completo las fuerzas y cayó, desmadejado, sobre un amplio mueble que se encontraba en el porche de su casa. Su padre lo tomó en seguida en sus brazos, “lo están jodiendo las lombrices, dijo, vamos a llevarlo casa de Juan León,” lo montó en su vieja camioneta y arrancó, mi hermana y yo lo acompañamos.

Juan León, un señor alto y blanco con su respectivo aire misterioso, en cuanto llegamos aseguró que nos estaba esperando y mandó a acostar al enfermo en una pequeña cama. Le rezó en silencio una oración que acompañaba con palabras que, de repente, pronunciaba en alta voz. Apenas terminó con su enigmática plegaria, mi sobrino se levantó de la cama muy tranquilo, sin ninguna señal de que, hasta hacía unos instantes, se encontraba pálido y ausente de este mundo.

En otra oportunidad, Efraín, un vecino muy amigo mío y de todos mis hermanos, se encontraba aterrorizado porque había soñado, por dos noches consecutivas, que una figura demoníaca lo atenazaba por una mano e intentaba llevárselo. No obstante, el problema no era tanto el sueño, sino que amanecía con unas marcas de recientes quemaduras en las muñecas. Como aquello, por supuesto, nos parecía increíble, nosotros le preguntábamos, en son de broma, si no sería que él se hacía esas laceraciones para llamar la atención.

Al tercer día, llegó el abuelo de Efraín, el cual vivía en un campo muy distante de nuestro pueblo, a quien según sus palabras, los espíritus le habían avisado que su nieto estaba siendo atacado por entidades malignas y él debía venir a salvarlo (me estoy refiriendo a una época en que no existían teléfonos celulares y por esas zonas rurales no había ni siquiera teléfonos fijos). Realizó un rito en el que usó una vela encendida y una pulsera de cobre que le colocó a Efraín en la mano izquierda y se fue. Nunca más, por supuesto, volvió a soñar ni a amanecer con las manos heridas.

Episodios como los anteriores, sucedían cada cierto tiempo en el pueblo. Y les puedo asegurar que mis coterráneos nunca se han caracterizado por creer o practicar fervorosamente las artes misteriosas de la brujería; sin embargo, asumían, con absoluto convencimiento, que existían ciertas enfermedades que se podían curar con hierbas y oraciones y otras en las que debía inevitablemente intervenir un profesional de la medicina.

En la actualidad, todos aquellos curanderos se encuentran fuera de este mundo, por lo tanto, ya solo quedan las historias, las anécdotas, que presenciamos de manera directa para relatarlas cada vez que haya una oportunidad, sin tener todavía explicaciones para ellas. Termino reiterando que no puedo negar lo que observé, pero solo en Dios confío y solo a Él recurro para vivir en paz.

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_{Invito a los amigos @pandora2010 y @mariami a participar en esta convocatoria.}