Él se encontraba en el frente de su casa, todavía con el cuadro en la mano que un cliente se negó a comprar, después de haber asegurado que se lo llevaría, cuando la mujer que venía caminando, un tanto cansada, se quedó mirando el paisaje que estaba pintado en el lienzo y le aseveró que esa obra estaba mucho mejor que algunas de Van Gogh, a quien después de muerto fue que los críticos le reconocieron su genio creador, pero al mismo tiempo sobrevaloraron algunas pinturas suyas que estaban muy lejos de ganarse el calificativo de artísticas.

No la conocía, pero le sorprendió el comentario porque eran contadas las personas que hablaban de arte en aquella pequeña ciudad. La dama le pidió luego que le regalara un vaso de agua y el pintor le señaló una mecedora para que se sentara, mientras él guardaba el cuadro e iba por el agua. Cuando regresó, encontró a la mujer sentada con una elegancia impecable y la mirada fija en un punto indefinible del horizonte; tomó el vaso e ingirió el líquido con parsimoniosa fluidez.

Le dijo que su nombre era María Eugenia Aristizábal de Lafourcade y que hacía apenas dos días que había llegado de París con su esposo, pero este siguió de largo hacia Venezuela porque tenía negocios pendientes en ese país. En la capital de Francia, señaló, había visitado un sinnúmero de galerías, sin embargo, eso solo le había sido útil para comprobar que en el mundo de la pintura, como casi todo en la vida, se exaltaban por puro interés, o por conveniencia, a un grupo de artistas cuyas obras nada tenían que ver con las apologías que les endilgaban los críticos.

El cuadro que le había visto antes en sus manos -continuó diciendo María Eugenia- estaba mejor logrado que el de muchos pintores sin talento que había visto en Europa y que solo se ganaban un nombre prestigioso porque se codeaban con quienes se encargaban de establecer cuáles obras merecían la atención.

En el momento en que hizo un silencio que parecía ser breve, el pintor aprovechó para asegurarle con timidez que la pintura que ella había visto no era, ni de lejos, una de las mejores que había realizado. Sus creaciones más logradas, las que demostraban en todo su esplendor la original concepción de su arte estaban bien protegidas allí en su estudio. Ella levantó la cabeza, como queriendo penetrar con la mirada las paredes para observar los cuadros y fue entonces cuando el artista la invitó para que pasara a su estudio.

Héctor Oliveira, dijo la dama cuando leyó la firma del pintor en la parte inferior de un gran lienzo, su técnica para combinar los colores, para transmitir los más bellos sentimientos, es extremadamente exquisita e impactante. Si es posible, debe viajar conmigo a París para promocionarlo, para darlo a conocer como el genio brasileño que revolucionó, desde su universo tropical, la pintura.

Oliveira, impresionado y confundido, iba a pronunciar algo, pero lo interrumpieron unos fuertes golpes en la puerta. Se asomó por la cortina que separaba su estudio de la sala, pero no vio a nadie. Entonces tuvo que ir a abrir para encontrarse con tres hombres uniformados. "Se nos ha notificado que tiene usted escondida en su casa a la demente María Contreras, -dijo uno de los agentes- quien se escapó hoy en la mañana del manicomio municipal, supuestamente ayudada desde el exterior. Debe venir con nosotros"…

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Invito a la amiga @paholags a que se sume a esta edición de Arte y escritura.