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La muerte es algo muy serio. Y no es para menos, representa la desaparición definitiva de los seres humanos, o de todo lo que vive, mejor dicho, en este mundo. Solo nosotros le tememos, la desafiamos o nos preparamos para cuando llegue porque somos los únicos que estamos conscientes de que algún día partiremos para siempre. Sin embargo, con todos nuestros conocimientos, con todo lo que hemos logrado comprender no solo sobre los procesos objetivos que nos acompañan, sino también sobre los subjetivos, la muerte nos resulta siempre inquietante y, a veces, muy injusta.

Sentimos, por ello, la terrible necesidad de despedir con tradicionales, sagradas, populares o improvisadas ceremonias a quien ha fallecido. Nunca nos ha parecido adecuado, a menos que las circunstancias nos obliguen, a que nuestros difuntos sean tratados con displicente indiferencia, a que la muerte solo sea un trámite más que se cumple en este mundo. En este sentido, las antiguas costumbres cristianas arraigadas en nuestra tierra nos inculcaron que debían cumplirse sus sacratísimos y luctuosos ritos a la hora de ese último adiós y así ha perdurado durante todos estos tiempos.

No obstante, con el correr de los años, debido a la globalización, por influencia de otras culturas o por el relajamiento de nuestros más acendrados comportamientos -la verdad es que desconozco la razón- los rituales de la muerte han sufrido, en algunos círculos sociales, ciertas transformaciones. Ya no es extraño, por ejemplo, que en los sepelios haya música a todo volumen, bailes o cualquier otra manifestación de este tipo que, supuestamente le gustaban al difunto mientras estuvo en esta vida.

Esto contrasta, como es obvio, con la paradigmática seriedad que desde la antigüedad encierra la muerte. El vacío, la tristeza, el dolor que deja esa persona que ya nunca más estará entre nosotros pareciera no existir en estos casos, según el punto de vista de algunos que no están de acuerdo con estos jolgorios. Para otros, en cambio, es solo otra solapada manifestación de la pena, una manera de aparentar que el espíritu festivo de quien se marchó estará siempre presente, a pesar de la estentórea evidencia de que ya no se encuentra aquí.

Lo único cierto, sin embargo, es que cada quien es libre de experimentar su pena, o de velar a sus muertos como les parezca mejor, siempre y cuando no lesione la tranquilidad y el bienestar de los demás, ni que infrinja las leyes que hacen posible la vida en común.

Desde mi particular perspectiva, debido a que me he pasado la vida tocando y cantando, puede ser que me despidan de esta manera, tanto mis familiares como los que fueron siempre mis amigos. No obstante, jamás he pedido ni pediré nada con respecto a eso, porque si ya no estoy en este mundo, de nada me enteraré, por lo tanto, pueden hacer lo que quieran. Ya será igual que me recuerden siempre o que me olviden al otro día, el que ha fallecido simplemente no existe. Habrá, sin dudas, quien sienta dolor porque me haya ido, pero eso forma parte de la cotidianidad de los que permanecen en este reino.

Atendiendo estas razones, y porque en realidad este es un concurso de canciones, les dejo una melodía que fue interpretada por el mexicano Antonio Aguilar, pero que yo la conocí primero en la versión salsera de Tito Rojas y es con la que, en verdad, me identifico: "Nadie es eterno." En ella se alude, precisamente, a que ya no importa el que se fue, sino el que se queda en este mundo. La costumbre de la ausencia, a través del tiempo, se impondrá y en algún momento la resignación y el olvido nos borrarán de este transitorio plano.