Treinta años después yo sigo contando la misma historia y nadie me la cree, todos me ven con una actitud rara y como que estuvieran acusándome de mentirosa, sin embargo, aquello sucedió tal como tantas veces lo he dicho. Esa tarde yo me encontraba, al igual que todos los días, sirviendo copas en el Bar Las Tres Gracias, el más visitado en aquel entonces por poetas, actores de teatro, pintores, escritores y todo el que se sintiera un intelectual o quería aparentar serlo.

_{El arte de la pintura, obra de Johannes Vermeer}

A las cinco y media, cuando terminé de trabajar y ya me preparaba para retirarme, me llamaron desde la mesa que estaba en el fondo el par de caballeros gritones y estrafalarios que, según quienes lo conocían, eran dos famosos pintores. Yo me acerqué pensando que solo querían otra botella de vino, pero uno de ellos me sorprendió con la propuesta de que me fuera con ambos hacia su taller; en cuanto vio mi indignada reacción, se sonrió, se disculpó y me aseguró que no se trataba de nada indecente: solo queremos que seas nuestra modelo.

No tuve oportunidad de preguntar por qué me escogieron a mí. El de mayor edad, de nombre Carel, me dijo que yo tenía el tipo y la supuesta belleza que ellos estaban buscando y me aseguró también que me recompensarían generosamente por cada día que me necesitaran para llevar a cabo el trabajo que iban a hacer. En esos tiempos, yo estaba necesitando dinero porque mi atribulado padre se encontraba enfermo, por esa razón no dudé ni un momento en aceptar la propuesta.

Cuando llegamos al taller, todo estaba desordenado, pero en seguida Carel comenzó a preparar el sitio y Vermeer, el más joven de los dos, se dispuso a ordenar las pinturas y los objetos que ambos utilizarían. Hasta ese momento yo no entendía nada y me dediqué a colaborar con ellos en el arreglo de aquel caos, pero no era tan fácil el asunto, cada objeto debía quedar en la posición y la orientación que ya ambos tenían de antemano pensadas.

En cuanto todo estuvo listo, me indicaron dónde debía yo estar y cuál era la actitud que debía asumir. Antes de eso, me dieron el hermoso vestido azul para que me lo pusiera, con su elegante corona, que ostentaba llamativas hojas del mismo color, además del inmenso libro y un trombón que solo mucho después supe cuál era el papel de todos esos objetos allí. En el instante en que ellos tomaron sus respectivas posiciones fue cuando, al fin, pude entender: Carel me pintaría de cerca, mientras Vermeer pintaba la escena completa de su amigo pintándome a mí.

Los dos cuadros quedaron espectaculares y en ambos soy yo la protagonista indiscutible. El de Carel, el artista de más edad, me gusta más porque estoy yo sola, bien grande y sin nada alrededor; los colores del vestido y la corona son radiantes y en mis labios rojos hay una pícara sonrisa que yo nunca tuve, pero que se ve muy bien. Aquí está, colgada en mi sala esa pintura que él me regaló cuando le dije que me encantaba, solo que se olvidó de firmarla.

La obra de Vermeer es, por supuesto, prodigiosa, aunque estoy apabullada por un sinfín de elementos, no se puede negar que soy allí la pieza principal, la única persona que está de frente y con los objetos en las manos que, según los estudiosos del arte, son atributos que llenan de significaciones el cuadro; aunque yo no sé si eso es verdad, porque fueron ellos quienes dijeron también que la dama que estaba en la pintura era la hija de Vermeer, vaya usted a saber de dónde les vendría esa idea para que después nadie más nunca me creyera que la que está allí soy yo.

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