María era una mujer tranquila que vivía en la ciudad de Valencia. Se levantaba muy temprano, hacía café y torrejas para desayunar. A ella le gustaba el chisme e iba todos los días para la plaza a ejercitarse. Después se arreglaba para ir al mercado.

Una mañana se encontró con Alberto quien estuvo enamorado de ella desde que eran adolescentes. Pero el encuentro no fue casual, pues Alberto le regaló unas empanadas. María, haciéndose la indiferente le dijo:
“Te conozco, pajarito”. Alberto le sonrió tímidamente.

Esa misma mañana, María conocería a Pedro, un hombre atractivo que se encontraba en la frutería. Ella sintió alacranes en su estómago.

Entretanto, Alberto que la siguió de cerca vio como los ojos de María brillaban por aquel hombre. Los celos se le subieron a la cabeza y decidió enfrentar el momento.

-Estimado caballero, debo decirle que a la dama a quien le coquetea es la mujer de mis sueños. Si usted la quiere ganar tiene que primero aceptar mi reto en este momento. -dijo Alberto con vehemencia.

María miró hacia el cielo que estaba gris. Algo extraño iba a pasar y ella era la causante de la disputa.

María se dio cuenta de la intensidad de sus retortijones, había probado una de las grasientas empanadas, y se le había acelerado el malestar, lo mejor era salir de allí lo antes posible, antes de que sus “enamorados” se hicieran una imagen nefasta de ella.

Al mismo tiempo, estos no habían tenido reparo para quitarse las respectivas camisas y darse una tunda de golpes, enardecidos como estaban, levantaron una nube de polvo, en ese momento, María aprovechó para salir corriendo del lugar.

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Algunas veces, cuando el sol se esconde y el cielo adquiere ese color plomizo, que anuncia lluvia, recuerda el incidente y piensa en cómo terminaría aquella trifulca; más nunca volvió por esos lados. Ahora salía con Gustavo, un joven peluquero a quien le divertía el chisme tanto como a ella. Este solía acompañarla a entretenidas tertulias en la plaza de su pueblo.