Durante mucho tiempo, la "Muerte Roja" había devastado la región pero las personas no parecían haberse dado cuenta, actuaban con sus creencias y costumbres: genuinos rebaños de miseria humana.

Esto no era nada nuevo pero se había agudizado durante una pandemia que azotó a la población; la gente hizo rituales, procesiones, alabanzas y actos, que algunos llamaban macabros, para pedir salud. «Sin ella no somos nada», repetían.

Ahora el pueblo no sufría de mayores enfermedades físicas, pero el miedo seguía instalado en sus mentes. Como esta mujer que lloraba desconsoladamente y sus lamentos se escuchaban en la calle. Un tío muy querido, según repetía, acababa de morir, unos hombres habían entrado al hogar y sin mediar palabras le habían quitado la vida. Ella se doblaba sobre sí misma con visible dolor.

El hombre viudo, tenía un único hijo de 17 años, apenas bachiller; una tía, en un país vecino le invitaba a irse, ella lo atendería y ayudaría a seguir estudiando. El joven esperanzado asumió su destino con solo un morral y pocas pertenencias. «Adiós, Lucio, ve a tu nuevo mundo», gemía sin descanso otra mujer.

No había transcurrido mucho tiempo cuando la amenaza de un nuevo virus ofuzcó los pensamientos. Por las redes rodaban mensajes repulsivos de un mal, que azotaba a un pueblo lejano, ese donde estaba Lucio.

Quien se contaminara se llenaría de pústulas de mal olor en toda la piel y cuero cabelludo, las personas dejaban colgajos y pedazos pestilentes por todas partes, la piel en carne viva ofrecía un espectáculo desagradable que vaciaba los estómagos de los espectadores, quienes espantados cerraban el ordenador con visible asco. La cura no estaba descubierta. Los científicos hacían todo lo humanamente posible para encontrar una vacuna o algo que parara esta maldición.

Las personas comenzaron a diseñar sus propios trajes para cubrirse de pies a cabeza y quien se le acercara no dudaban en rociarlos de cloro de pies a cabeza. Nadie salía de sus casas, se dedicaron al reenvío de memes, correos, archivos y mensajes de texto con imágenes realmente asquerosas.

Nadie había visto a un enfermo de estos, ni siquiera en la televisión, todo era virtual. Entre tantos mensajes llegó el aviso de que Lucio regresaba: la tía había evitado entregar el corazón que había ofrecido, y desde un principio hizo gala la mezquindad y mal humor.

Lucio, el mismo por el que echaron a rodar tantas lágrimas por meses, luego de acompañarlo al terminal de pasajeros. El mismo que añoraban, anhelaban y extrañaban tanto, regresaba.

La mujer, que otrora lloraba a gritos, ahora se había convertido en la líder del movimiento familiar. Le había respondido que ni loco se atreviera a tocar la puerta. Nadie iría a recibir a Lucio en esa fila de migrantes que regresaban a su tierra: que se devolviera. ¡Qué osadía tan grande! Viendo que todos ellos eran mayores y podían contagiarse.

«Bañémosle con creolina si llega a venir», dijo una de las primas. «Mejor sellemos las puertas». El pánico se había apoderado de aquella familia. Ya no dormían, por estar atisbando a cada momento el camino; uno de ellos estaba diseñando un rifle casero para que Lucio huyera y no osara acercarse en lo que escuchara un tiro.

Una noche la televisión dio el alerta: una banda internacional de internautas desquiciados había creado el bulo, que habían hecho rodar en las redes tan fácilmente. La noticia de un nuevo virus era desmentida, fue una noticia falsa creada por un grupo de facinerosos, pero la gente seguía empecinada en protegerse del asqueroso mal.

No era la salud lo más importante sino el amor, ese que había venido a tocar los corazones y los encontró negros y llenos de úlceras purulentas para acrecentar la muerte roja.

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