Tenemos días discutiendo. Con paciencia, esperábamos que el flujo de la charca trajera el eco cascado del Viejo, porque él estaba detrás del rancho.
Él había visto mucho. A veces le fallaba la memoria, confundía tiempos, pero era porque ya le quedaban pocos huesos para guardar recuerdos.
Cuando la mayoría de nosotros llegó, durante la peste del veintidós, él tenía siglos aquí. Cuando el terremoto desvió el río y la fosa se inundó, sus huesos rodaron más cerca. El Viejo estaba hecho unas pascuas y pasó días contando cuentos de muertos. También hay aquí dos muy chiquiticos, que lloran cuando se despiertan y por eso hablamos bajito. A esos los echaron aquí sus propias mamás.
“Dragan la charca”. La voz del Viejo sonaba más rota que nunca.
Mi hermana y yo le creemos. Mi vecino no le cree nunca, así que no cuenta. Escuchamos opiniones distintas de los otros. Los que están más lejos son voces confusas. Tampoco sé para qué discutimos tanto. Será por costumbre.
Nadie dice que tenemos días sin escuchar a la mujer que vive en el rancho. Tampoco a su hombre, que trajinaba a diario en el conuco de esta orilla. (Silbaba canciones que me traían nostalgias descoloridas).
La porfía se acaba con el estruendo de las máquinas. Nuestros lechos de lodo regurgitan huesos viejísimos, más viejos que el Viejo. Mis cuencas olvidadas sufren la visión azul del cielo.
Cuando nos echaron aquí, un huesito meñique de mi hermana quedó encima del mío. Por allí me regalaba sus recuerdos coloridos de muchacha, que me mantenían despierto. Mis recuerdos son casi todos grises. Lamento haberle dado tan poco.
Quizá pueda darle esta visión herida de luz, antes de que las máquinas me desprendan del limo de mi reposo y de su amada falange de muchacha.