Madre, me alejo de ti sabiendo el dolor que mi partida te causa. Desde que Dios, mi padre, te escogió para que me llevaras en tu vientre, aún siendo una niña, comenzaste a sufrir, la gente comentaba que habías engañado a José, tu prometido. Luego el Ángel tocó su corazón, y él nos aceptó a los dos: a ti, su amada mujer, y a mí como a su verdadero hijo.

Los designios de Dios se cumplieron, madre, y formamos una familia que tuvo precariedades, pero en la que siempre reinó el amor y la comprensión.

Cuando me fui haciendo grande comencé a trazar mis pasos. Bueno, mejor dicho, los pasos que Dios, mi padre, me hizo tomar: hablé en parábolas, canté sus alabanzas, prediqué en su nombre la fe y la esperanza; unos me creyeron; otros, no.

Y me alejé de ti, madre, aún sabiendo el dolor que te causaba no tenerme a tu lado; y me hice hombre, hombre de bien, hombre obediente a Dios. Pero los seres, desde la desobediencia de Adán, estamos condenados a probar la miel y la hiel, en diversas etapas de nuestras vidas. Y cuando más se extendía entre los hombres la fe y la creencia en mi padre y en mí; de nuevo la envidia, cual culebra ponzoñosa, tentó a uno de mis discípulos y me traicionó. Viéndolo bien, madre, la envidia es un sentimiento que crece como la hiedra y, muchas veces, cubre los corazones de almas tan nobles como la de mi amado Judas. Él, para su desgracia y la mía, fue un instrumento más de mi padre para probar si es cierto lo que dice el refrán que: "La mayoría siempre tiene la razón". Y, para ser sincero, madre, esta es una frase irónica. Por lo general, la mayoría se equivoca; actúa como rebaño, obedece y teme decir algo diferente. Sin embargo, no los culpo; el hombre es imperfecto desde su creación, y eso lo hace perfecto ante los ojos de Dios.

Lo que más me dolió de toda mi corta vida en la tierra es que no pude evitarte el dolor de presenciar las torturas que le hacían a mi cuerpo. Ese dolor tuyo, madre santa, es el dolor de todas las madres cuando ven el sufrimiento de sus hijos.

Madre, mientras mi carne agonizaba en la cruz, mi corazón se quebraba ante cada lágrima y grito tuyo. Y estaba muerto antes de morir. Por eso, mientras asciendo al reino de mi padre, te dejo mi bendición eterna. Por siempre. Tu hijo Jesús.

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