Querido lector, amante de los desconocido y esotérico, antes de sumergirte en las palabras que componen el humilde relato de hoy, permíteme llevarte a un rincón oscuro y fascinante de la historia, donde la realidad y la fantasía se entrelazan en un nudo de relámpagos y sombras. La inspiración para lo que estás a punto de leer nace de un hombre cuyo nombre se ha convertido en sinónimo de lo desconocido, de lo inexplicable: Nikola Tesla.
Dicen que su historia comenzó en una noche bañada en luz... pero no la luz cálida de la luna o el sol, sino la luz fría y despiadada de una tormenta eléctrica. Era el 10 de julio de 1856, en un pequeño pueblo de Croacia, cuando el cielo se desgarró en un espectáculo de furia celestial. Tesla vino al mundo bajo esos relámpagos, su primera respiración acompañada del estruendo del trueno. La partera, al verlo nacer en medio de aquel caos, profetizó con terror que el niño sería un "hijo de la oscuridad". Pero su madre, como si ya conociera el destino que aguardaba a su hijo, replicó que no, que él sería "un hijo de la luz".
Desde sus primeros días, Tesla estuvo marcado por un extraño destino, una vida envuelta en fenómenos que pocos comprenderían. Como niño, no solo veía el mundo; lo sentía en su piel, en su mente, en su alma. Sufría de visiones, destellos de luz que no provenían de este mundo, sino de algún lugar más allá, donde las reglas de la realidad no se aplican. Estos destellos, cegadores y perturbadores, lo sumían en un estado de terror y fascinación. Era como si los relámpagos que lo recibieron al nacer hubieran dejado una chispa eterna en su interior, una conexión inquebrantable con la electricidad misma.
Pero lo más aterrador era quizás su sensibilidad, su hiperestesia, esa capacidad para percibir lo que otros no podían. Los sonidos más leves eran para él un grito ensordecedor, las luces más suaves, una llamarada cegadora. Todo en su vida era un eco, una sombra, una chispa de lo que realmente era. Y a través de todo esto, una obsesión crecía en su joven mente: las tormentas. Esos mismos relámpagos que una vez parecieron augurar su destino, se convirtieron en su obsesión, su musa, su maldición. Los observaba durante horas, intentando descifrar sus secretos, comprendiendo en su corazón infantil que había una fuerza más allá de lo humano controlando aquellos destellos.
Así, cuando acariciaba el lomo de su gato y veía brotar chispas del pelaje, no era para él un simple juego. Era una revelación. Si esas pequeñas chispas eran tan similares a los rayos del cielo, entonces, ¿qué era el mundo sino un gato gigante, acariciado por una mano divina?
Ahora, te preguntarás, ¿por qué esta historia me fascina tanto? Quizás porque, al igual que Tesla con sus tormentas, yo siempre he estado obsesionado con otro tipo de energía: las historias. Las palabras, los relatos, la capacidad de dar vida a mundos enteros con solo escribir una línea... eso ha sido mi tormenta personal, mi relámpago interior. Desde pequeño, he visto destellos de historias en cada rincón oscuro, he escuchado los susurros de personajes en cada brisa, y he sentido el poder de la escritura corriendo por mis venas como la electricidad en los cables de una ciudad dormida.
Es aquí donde Tesla y yo nos encontramos, en ese cruce donde la fascinación se convierte en vida, en propósito. Acompáñame, si te atreves, a descubrir el misterio de las tormentas y la electricidad, de las palabras y las historias, y quizás, al final, te encontrarás a ti mismo preguntándote quién, o qué, es el verdadero dios que acaricia el lomo de la existencia después de leer...
El mundo es el gato de Dios
Un relato del Señor Manny
La tormenta había llegado más rápido de lo que se esperaba.
Sin tiempo de esconderse debajo de algún techo, el padre corrió a casa con su hijo, que disfrutaba saltando en cada charco que se cruzaba con ellos en el camino.
Se vieron los primeros destellos blancos en la oscura acumulación de nubes justo cuando llegaban a casa.
Ambos se quitaron los zapatos para entrar y el pequeño, arrastrando las medias sobre la alfombra, corrió hacia la sala para saludar a su gato.
Este se encontraba descansando sobre el sofá cuando el niño se acercó para acariciar su lomo.
Tras el primer contacto, chispas brotaron de su pelaje, destellos brillantes y sonoros que emocionaron y confundieron al niño.
Su madre, que lo veía desde la cocina, le gritó que parase.
Le advirtió que si seguía jugando con chispas terminaría incendiando la alfombra y seguramente toda la casa.
El niño, aún más confundido, le preguntó a su padre cómo era posible incendiar la casa solo por acariciar al gato.
Este, que era reverendo en la iglesia local, le explicó que las chispas en el lomo del gato eran electricidad.
Lo mismo que veía en los rayos de la tormenta de afuera lo provocaba dentro de la casa acariciando a su gato.
Fascinado con esta idea, el niño pensó que las chispas que brotaban del pelaje de su gato eran pequeñas tormentas que se formaban en su pelaje.
Tan diminutas, efímeras y fugaces que él solo alcanzaba a ver las chispas.
Entonces, si las chispas de adentro eran iguales a los rayos de afuera, el mundo debía ser un gato gigante.
Las tormentas seguro solo eran chispas para la persona que acariciaba su lomo... ¿Pero quién era el que acariciaba ese lomo y traía las tormentas?
Seguramente era el Dios del que tanto hablaba su padre.
Sí, seguramente el mundo era el gato de Dios.
Y si en algún momento llegas a descubrir que tu gato es el portador de un mundo minúsculo del cual puedes llegar a ser Dios, coméntalo, y con gusto enviaré mis expertos para enseñarte cómo fundar tu religión…
Mientras tanto, iré a disfrutar de los rayos de la próxima tormenta, porque soy feliz con poco…