A la octava exhalación Jo abrió el hilo de sus ojos. La luz de la mañana lo bañaba de vida nueva. Sus nietos, Su y Li, lo miraban desde largo rato y se reían libremente de él, sus carcajadas atravesaban la calva llanura y se estrellaban contra la imponente montaña coronada de nieve.

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—¿De qué ríen? — les dijo Jo, sentándoselos en sus piernas.

—¡Abuelo! —dijo Su—. ¿Sabes cuántas horas tienes allí sentado? Sin decir nada, riéndote con la montaña, solo te falta hablarle.

—Vengan, siéntense a mi lado —les dijo pasando los brazos por sus hombros, apegándoselos a su calor. Luego habló con suavidad abismal.

—Yo vengo todos los domingos a hablar con Ken y Ken habla conmigo. Ella, desde su quieta grandeza contempla como águila que vuela más allá del horizonte, más allá de los tiempos, más allá de mi tiempo, más allá de los tiempos que ustedes vivirán.

Cuando su abuela Po era una joven muchacha yo le prometí amarla para siempre aquí, frente a Ken se lo dije, y cuando ella se fue, también aquí, frente a los cabellos blancos y puros de las alturas de Ken, la despedí y guardé sus cenizas en su pie.

Ken lo ha visto todo, y guarda todos los recuerdos. Y yo le digo muchas cosas en silencio, y ella me devuelve en silencio, el olor de la piel de Po, el sonido de su voz; entonces yo sonrío de amor.

Es domingo, los nietos vienen corriendo y hablando en voz alta, uno de ellos le dice al otro:

—Silencio, abuelo y Ken están hablando.

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Hasta la próxima.