Estaba en la calidez de mis morros de San Juan y de repente escuché un grato sonido sobre el techo de mi hogar. Era una melodía conocida a la que una vez le asigné el nombre de "La canción de las gotas".

Se me ocurrió salir porque notaba que la temperatura había bajado notablemente y mi sorpresa fue mayúscula cuando al abrir la puerta comprobé que mi casita estaba en ese lugar tan hermoso. De alguna manera fue a dar en ese lindo paraje. Con razón dudaba porque mi estancia es soleada, callada y de unos 30 grados centígrados, y acostumbro bañarme cada vez que el cielo riega los campos de mi tierra. Sin embargo, algo no estaba como solía ser esa vez porque el viento silbaba sus agudas notas y por aquí solo hay leves brisas como emanadas del aliento seco de un dragón.

Entonces me puse el arcaico caucho que tantas lluvias me ha hecho pasar y armé un toldo bajo el que con mi también ancestral guitarra empecé a cantar varios temas musicales e igualmente a componerle una melodía a ese ensueño que estaba viviendo. ¿"La canción de las gotas"? Me pareció sugestivo, bonito y ceñido a la situación.

Se me vinieron tantas imágenes como la Sierra Nevada de Mérida o La Guamita de Los Teques, pero este sitio paradisíaco me estremecía la emoción de agrado.

Luego, todavía incrédulo ante lo que veía y vivía, cerré los ojos, me expliqué el motivo de esa canción y vi la grandeza de Dios.

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