Yunsuke tiene un pequeño jardín dentro de su casa. Los rayos del sol lo encuentran con un cántaro dándoles de beber pequeños tragos a sus flores.

Los girasoles fueron los primeros, las magnolias después, los crisantemos esperan ansiosos su turno, la menta crece por todas partes, perfuma y bebe toda el agua que dejan caer las otras a la tierra.

Las lombrices salen a saludar, Yunsuke toma una entre sus dedos, le dice algunas cosas y luego la coloca en el matero de una rosa blanca.

Es domingo, los discípulos se han puestos sus corbatas marrones, vienen a buscarlo para una noche de saque y diversión merecida.

–Esta vez no podré acompañarlos –dice mientras va por un pequeño matero verde.

–¿Qué cosa será tan importante que lo haga faltar por primera vez a nuestro encuentro? –dice uno de los discípulos.

–Estas están germinando y quiero acompañarlas, debo estar presente.

–¿Se quedará solo por estas matitas?

–Sí –dice Yunsuke, poniendo el matero a la altura de sus ojos -. Miren sus pétalos aún sin abrir, sus cuellos largos y delgados, débiles e indefensos; debo quedarme con ellas.

–Pero, maestro, ¿No se está esclavizando?

–No, todo lo contrario, estoy haciendo uso de mi libertad.

–¿Entonces se quedará usted solo este día?

–Nunca estoy solo, ellas me hacen compañía, me contarán sus cosas; yo las mías.

Los discípulos se marcharon en silencio, visiblemente preocupados. Yunsuke puso las flores a la sombra. Las abejas llegaron a visitar las cayenas, un cigarrón brillaba fosforescente y abría su casa en el tronco seco de una orquídea, el sol se ocultó tras las nubes, un rocío sorpresivo hizo presencia, las flores recién nacidas de Yunsuke se estremecieron de emoción como si fueran a llorar, unas hojas verdes parecen esconderse del agua, hay un aura violeta en la casa, los pájaros cantan y todo gira al ritmo de la paz del jardín.

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