Ya todo el mundo había encontrado algo, aunque sea un poquito para sobrevivir y continuar buscando; todos, menos yo, parecía que Dios se había olvidado de mí.

Ustedes saben que cuando uno entra en la mala, toda la gente de la “bulla” comienza a dejarte solo, te ven como pájaro de mal agüero, se alejan de tal modo que nadie busca cerca de ti, y algunos hasta dejan de hablarte.

Era de noche, fin de semana, todos estaban para el pueblo cambiando y tomando. Mi pilón brillaba ante la luna con puras piedras y arena. Un pilón pobre como yo. Miré al cielo y caí de rodillas con los brazos en cruz.

–Dios mío, ayúdame, no me dejes solo, ayúdame –lo dije con el alma–, con desesperación y miedo.

Primero vi una luz, azulita, azulita, entonces, del silencio de la noche, mezclándose con el canto del río, escuché una voz ronca como en un eco que venía de la pata de una ceiba:

–Julián, Julián.

Brinqué del susto; estaba allí, fue la primera vez que lo vi, con su gorrito rojo, cachetón y con ojos azules y grandes, las orejas como de murciélago, barba larga, eso sí, chiquitico, así, miren, así, más abajo de mi rodilla. Igualito a ese que tengo ahí en el altar.

De allí en adelante nos hicimos amigos; él fue quien me dijo los secretos para encontrar los puntos buenos, por eso aquí nadie ha ganado más que yo, nadie, escúchenlo bien, nadie arrima más para la romana que Julián Farías.

Las malas lenguas dicen que yo robé a los otros, que registraba en sus pilones mientras ellos iban al pueblo; pero la verdad es esa, él me ayudó. Aquí todo el mundo lo sabe, el que no deje algo de lo que saque en ese altar, jamás prosperará, y nunca será como yo, como Julián, el rey de la bulla.