No supo en qué momento nació esa explosión de deseos por ver, por tocar, por aproximarse. Hasta hace instantes, pasaban desapercibidas, pero ahora sus ojos persiguen en silencio los pasos de esas formas que aceleran su corazón, supo entonces que su olor era diferente, y estuvo seguro que si las tocara volvería a pasarle lo que le estaba pasando a su cuerpo, como si fuera a morirse de un susto que lo impactaba, y que después lo dejaba con un tibio secreto que lo hacía feliz.

Pero no con todas era lo mismo, lo sentía más con las que salían de la casa del farol; de vez en cuando pasaban algunos y lo prendían, entonces una de ellas salía a la puerta y le hacía el baile, caminaba, giraba, lo tocaba; así pasaban al mundo donde solo los grandes podían entrar. Se escondía día tras día a esperar a que el farolito fuera encendido. Esperaba hasta ver la danza y se sentía bien pagado por el tiempo invertido.

Entre todas las diosas del farolito había una muy especial, era la única que salía cuando el farol estaba apagado, se paraba largo rato, hacía los movimientos que hacían todas, pero nadie se detenía a hablar con ella. Pensó que era quizás por su pelo gris, sus formas redondas, o porque tal vez era una solitaria como él.

Cuando ella lo vio parado bajo el farol, temblando como una pluma; pálido y apretando en el puño un manojo de billetes, sintió ternura por él, apagó con su mano su mirada de susto, lo tomó con suavidad y lo condujo al mundo de los grandes.

Él ahora tiene el pelo gris, su cuerpo ha recorrido el mundo de las danzas y de las formas que hacen de dos cuerpos uno solo. Pero, aún, en secreto, camina en las noches lluviosas y cómplices hasta la casa del farolito, lo contempla, recuerda su primer día de hombre grande, revive la piel amable y sabia de su primer día de Dios; ahora se siente recompensado por su vida. Luego retoma el camino de su casa, dentro de él palpita una luz encendida.

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Gracias por su lectura. Hasta la próxima.