Nos quedamos mirando las casas, todas de techo rojo menos la de nosotros, la de techo verde y balcón blanco, al pie de la colina, con arbustos florales alrededor, como siempre lo habían soñado.

Muchas personas pensaban que nosotros éramos gente de dinero por vivir allí; lo que no sabían era todo el sacrificio y el esfuerzo que hicimos para comprarla: créditos, hipotecas, préstamos familiares; y al fin la pagamos, nuestra casa, donde soñamos que crecerían nuestros dos hijos.

Ahora que tenemos que marcharnos, el intento supremo por resistir no sirvió de nada, tenemos que emigrar como esos pájaros que vuelan antes de que el invierno los mate.

Vendimos todo lo que pudimos, metimos dentro de la camioneta lo más importante y nos fuimos sin voltear a ver la vida que dejamos atrás.

Samuel se molestó conmigo porque no quise vender la casa “Por favor, este dinero nos va a hacer mucha falta”, me dijo, y tenía razón; pero era como sacrificar una mascota, es preferible dejarla libre para ver si se defiende sola, y hasta sería posible que alguna buena persona la adopte.

¿Cómo podría vender la cuna de los niños, la mesa que era de mi abuela, la cama que aún guarda el calor de la última noche, mi casita, mi hogar? No, no está en venta, allí la dejo, sin pasar las llaves, de repente alguien la adopta, o el universo la respeta y se queda así, calladita, llorando en silencio nuestra partida, rogando que algún día podamos volver.

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