Participábamos en una competencia de vela en Margarita. Fuimos la sorpresa del evento, ganamos casi todas las medallas. Queríamos regresar rápido para celebrar con nuestros amigos. Cuando llegamos al Puerto nos dijeron que no saldría el ferry, así que tendríamos que esperar un día más en la isla.

De Margarita a Cumaná son dos horas en lancha rápida, pero en vela nadie lo intenta, los conocedores de estos mares dicen que hay corrientes muy peligrosas.

Rufino caminó hasta la orilla, miró hacia el horizonte, olfateó el aire como si fuera un perro marino y dijo:

–Vamos, saquen las velas que nos vamos para Cumaná.

Al principio pensamos que era una broma, pero rápidamente vimos que el asunto iba en serio.

Cuando la costa de Margarita quedó atrás, la brisa parecía romper las velas, el velamen crujía pidiendo clemencia, nuestros brazos, fuertes y entrenados, nos recomendaban el retorno. Rufino se puso al frente y dijo que era imposible regresar, batió tres veces su vela contra la furia del viento y dijo:

–¡Aquí no se rinde nadie, hoy estaremos en Cumaná, carajo!

El sol, que iba derritiendo nuestros labios, se ocultó y dio paso a las lluvias y los truenos del miedo, el mar se agitaba con furia, las tablas mágicas levantaban las puntas, las olas nos lanzaban a todas partes a su antojo.

–Vamos, vamos, muchachos –gritaba Rufino desde alguna parte.

Su voz era nuestra brújula y aliento.

La lluvia cesó y el sol volvió a brillar; a lo lejos surgió la costa de Cumaná, llegamos los cuatro al Golfo, el mar nos veía más azul que nunca, la Península aplaudía la hazaña.

Nuestros padres jamás se enteraron de la locura de sus hijos. Rufino, quien con el paso del tiempo se convirtió en Pastor, da conferencia a los jóvenes sobre la prudencia y la calma.