Desde el Génesis. La lechuza de Minerva, Revista de Humanidades. Nro. 1

El día que abandonamos la ciudad y dejamos en ella todo lo que no podíamos cargar a cuestas supe que nuestras vidas serían transformadas totalmente.
Tras la visita de aquellos varones, mi padre nos instó a buscar solo lo elemental para emprender una rápida y forzada huida.
Quienes habían prometido desposarnos a mi hermana y a mí no quisieron creer las advertencias y decidieron permanecer en aquel lugar maldito. Yo sabía que no los echaríamos en falta. Por el contrario, sentí gran alivio de que no quisieran acompañarnos a Zoar. Mi hermana –quien tiene gustos similares a los míos– también celebró dejar atrás a su prometido.
Me sentí libre del pasado y cargada de nuevas esperanzas en la vida que estábamos a punto de iniciar. Solo quedaba un obstáculo pero muy pronto también este quedaría atrás.
Los varones nos sacaron de la ciudad y, una vez fuera de sus límites, nos ordenaron continuar nuestro camino mirando siempre hacia adelante.
Yo tomé la mano izquierda de mi padre como cuando, de niña, me llevaba de paseo o simplemente me ayudaba a subir o bajar de nuestras bestias de carga. Él sintió mi necesidad de protección y me abrazó con fuerza. Allí sentí su corazón: latía acelerado como el mío. Con su brazo derecho abrazó a mi madre. Lo noté porque sentí que retiraba parte de su manto que había quedado aprisionado entre nuestros cuerpos, para abrigarla más a ella.
Esto me disgustó. Sin embargo, al instante me devolvió la alegría, pues parte del brazo de mi padre quedó desnudo y en contacto conmigo. Mis manos se aferraron más a su fuerte brazo desnudo y sudoroso por el esfuerzo de la huida. Desde ese instante lo sentí más mío y vislumbré lo que haríamos días después en nuestra tienda bajo los efectos del vino que, en abundancia, yo le daría.
Ebrio, tendido en el lecho, entraría en mí y yo concebiría de él.
Mi hermana –quien tiene gustos similares a los míos– también disfrutaría de la cópula filial.
Nada podía impedir que esta nueva libertad fuese total. Decidida, me zafé –no sin desgano– del cálido abrazo de mi padre y me quedé ligeramente atrás. De inmediato mi hermana ocupó el sitio que dejé libre. Mi padre la recibió con afecto.
Sin dudarlo ni un instante, clamé con disimulada urgencia:
–¡Madre!
Ella tornó a mirarme, mas sus ojos, luego de encontrarse con mi sonrisa, continuaron tras de mí hacia todo lo que habíamos abandonado. Y en el acto quedó petrificada.
Sin dejar de sonreír, corrí hasta el lado libre de mi padre y él me estrechó con su diestra que ahora era mi lugar.