Calidad de la educación y formación del docente

in #educacion7 years ago

Calidad de la educación y formación del docente
Impulsar una educación de calidad requiere directivos y docentes distintos y, por ello, la necesidad de formarlos. Los centros educativos se parecen mucho a sus directivos. Un director o directora dinámicos, creativos, llenos de ilusión, que aman la educación, ponen la escuela en movimiento e impulsan la experimentación, la creación, la innovación permanente, la búsqueda continua de la calidad. Un director o directora rutinarios, sin ilusión, que se refugian en su oficina y sólo se ocupan de los papeles, generan rutina, desmotivación, educación de muy baja calidad.
En cuanto a los educadores, un buen maestro o profesor es la principal lotería que le puede tocar en la vida a grupos de niños, niñas o jóvenes. Así como un mal educador puede ser una verdadera desgracia para numerosos alumnos. El educador puede suponer la diferencia entre un pupitre vacío o un pupitre lleno, entre un malandro o un joven trabajador y responsable, entre una vida vacía y hueca o una vida con sentido.
Por otra parte, es también evidente que, en estos tiempos de cambio permanente en que los conocimientos nos vienen como los yogures, con fecha de vencimiento, ser educador implica necesariamente vivir en formación. El docente que ha dejado de aprender, se convierte en un obstáculo para el aprendizaje de sus alumnos. Hay docentes que, con su práctica educativa, no sólo no provocan las ganas de aprender, sino que las matan.
Si nadie puede enseñar a aprender si ha perdido el interés por seguir aprendiendo siempre, hay que privilegiar la formación permanente de los educadores. Pero quiero alertar que no es lo mismo formarse que estar estudiando. La mayoría de los estudios informan, lo cual no es malo, pero no es suficiente, porque descuidan la formación de la persona. De algunas universidades y centros de formación salen profesionales, pero no personas. Dan títulos pero no egresan verdaderos hombres o mujeres. También hay supuestos educadores, muy abundantes hoy en Venezuela, que más que formar, tratan de “formatear” las mentes de los alumnos, para que sólo sean compatibles con lo que ellos les inculcan y rechacen todo otro tipo de pensamiento. Es la consecuencia de utilizar la educación para hacer personas obedientes y sumisas. Hay también estudios que, más que formar, deforman a los estudiantes. Todos conocemos educadores a los que las licenciaturas, maestrías o títulos de postgrado los echaron a perder. Personas que utilizan sus títulos como una especie de pedestal al que se suben y desde la altura de sus nuevos diplomas empiezan a alejarse de los alumnos, de los compañeros, de los padres y representantes, de las personas más sencillas y necesitadas. Un buen maestro o profesor, posiblemente será mejor maestro y profesor con sus estudios de postgrado. Pero no hay nada más lamentable que un maestro o profesor pirata con maestría. El título, lo terminó de echar a perder.
Por ello, yo hablo de la necesidad de títulos que, en vez de subir, nos ayuden a bajar, a descender al nivel de los alumnos más necesitados y de las personas más sencillas para poderles brindar la ayuda que necesitan. Como dice García Márquez, “Nadie tiene derecho de mirar a otra persona de arriba abajo, si no es para ayudarla a levantarse”. O como me gusta repetir, “a mí sólo me interesan conocimientos que lleven a co-nacimientos”, es decir, a nacer a una nueva vida con el otro y para el otro.
Si bien todos coincidimos en la importancia de la formación, no es suficiente cualquier tipo de formación. La experiencia nos confirma que sirve de muy poco el tipo de formación que se limita a impartir una serie de cursos y/o talleres para que los docentes adquieran las nuevas teorías, conocimientos, habilidades y destrezas que luego deberán aplicar en las aulas. Por ello, sirven también de muy poco los meros cambios curriculares o de contenidos si sigue intocada la concepción bancaria de la formación. Ante la constatación del deterioro educativo, se hace al maestro el primer responsable y se concluye como solución, en la necesidad de formarlo. Muy a tono con el paradigma cultural imperante, el problema de mejorar la calidad de la educación y de formar a los docentes se concibe como un problema de consumo. Los docentes tienen que consumir cuanto curso y taller se le ocurra a los planificadores de oficio y también a los que ven la oportunidad de lucrarse con ellos, pues con una ingenuidad sorprendente se equipara costo (aunque hoy se habla de inversión) con calidad. A extender y profundizar esta mentalidad contribuyó en Venezuela el Reglamento del Ejercicio de la Profesión Docente, en el que se clasifica y pondera al docente fundamentalmente por la cantidad de certificados de cursos que tenga acumulados, lo que ha llevado a disparar la espiral de consumo de cursos. La mayor parte de los docentes buscan en ellos no tanto la formación o cualificación, sino el certificado o la nueva titulación. Esto es tan cierto que muchos deocentes se esfuerzan por obtener sus títulos de postgrado al final de sus carreras, para disfrutar con ellos de una mejor jubilación
De la mayoría de los cursos y talleres suelen salir con un discurso renovado, que repite sin el menor asomo de criticidad las nuevas teorías consumidas, y en las aulas siguen enquistadas las viejas prácticas. Algo semejante está pasando con la proliferación de los postgrados que, lejos de brindar medios al estudiante para acercarse mejor al alumno y ayudarlo con mayor eficiencia, con demasiada frecuencia están sirviendo para levantar con ellos una supuesta convicción de superioridad, olvidando que el único modo de comprobar la idoneidad y sabiduría de un docente es a través del éxito de sus alumnos. Buen docente no es aquel que tiene muchos diplomas y títulos, sino aquel que es capaz de fomentar en los alumnos el ansia de aprender.
Formar adecuadamente al docente supone un cambio radical para transformarlo de consumidor de cursos y talleres y repetidor de conocimientos y teorías, en productor de conocimientos, propuestas y soluciones a los problemas o situaciones problemáticas que le plantea la práctica. Hay que convertir a los docentes en los sujetos de su formación-transformación, si en verdad queremos incidir en la calidad de la educación y en la superación de los actuales centros educativos.
Una genuina propuesta educativa implica asumir un tipo de formación que transforme profundamente la manera de pensar, la manera de ser y la manera de actuar del docente, pues está claro que si bien uno explica lo que sabe o cree saber, uno enseña lo que es. Esta transformación pasa por un proceso de deseducación o desaprendizaje, de concepción crítica de concepciones y prácticas. La idea es ir construyendo una nueva subjetividad abierta al cuestionamiento y al crecimiento personal, a la crítica reflexiva, al diálogo, a la tolerancia, a la diversidad, y al desarrollo integral de las propias potencialidades, pues toda genuina formación supone una transformación de la persona y de su hacer pedagógico. Frente a la degradación del hecho formativo que se suele reducir a la adquisición de algunos conocimientos y al desarrollo de determinadas destrezas o habilidades, la auténtica formación es un proceso de liberación individual, grupal y social. Formarse es fundamentalmente construirse, inventarse, planificarse, soñarse, llegar a desarrollar todas las potencialidades de la persona. Hablamos entonces de un proceso de construcción permanente de la personalidad y de un pensamiento cada vez más autónomo, capaz de aprender continuamente, para así poder enseñar en el sentido integral de la palabra. La triple construcción de la personalidad, del pensamiento autónomo y de la capacidad de enseñar se nutre del conocimiento de la realidad en acelerado proceso de cambio, un conocimiento situado, asumido desde los intereses de las mayorías empobrecidas, de modo que al desentrañar la red de concepciones y relaciones que causan y mantienen esa realidad de injusticia, podamos contribuir a transformarla. Buscamos entonces que el conocimiento se haga compromiso, organización que va transformando la realidad y la propia práctica.
De ahí que una genuina propuesta formativa debe asumir una metodología que supere la concepción bancaria de formación y privilegie la reflexión sobre el ser, sobre el hacer y sobre el acontecer; sobre la persona del docente, sobre su acción pedagógica cotidiana y su impacto transformador, de modo que el centro educativo se vaya asumiendo como un espacio para la reflexión, para aprender a reflexionar y para aprender a enseñar. El docente debe entender que el centro educativo no es tanto el lugar donde él va a enseñar, sino que es el lugar donde él va a aprender a enseñar. La práctica y la reflexión sobre ella es el elemento primordial para construir el proceso de la propia formación-transformación. La práctica educativa tiene que entenderse como un proceso de investigación más que como un procedimiento de aplicación. La escuela, el liceo y la universidad, más que ofrecer información, deben provocar su reconstrucción crítica, su propia y permanente transformación. El reto es lograr un docente que investiga y reflexiona en la acción y sobre la acción, para transformarla y transformarse. Un docente que cuestiona contínuamente lo que es y lo que hace, aprende de esa reflexión y ese aprendizaje promueve cambios cualitativos en su actuar. Un docente que somete a una crítica severa su relación con el saber, con el enseñar y con el aprender.
De ahí que la propuesta formativa debe orientarse a lograr docentes que más que aplicar conocimientos y rutinas burocráticas, sean capaces de pensar sobre el país, sobre la educación y de pensarse como personas y como docentes. Un pensamiento, por supuesto, que promueva cambios, que vaya generando soluciones. En definitiva, la propuesta formativa se debe orientar a hacer del docente un educador, un instigador del hambre de aprender de sus alumnos, y un agente democratizador. Formarlo como persona, como profesional de la enseñanza y como ciudadano y promotor de ciudadanía. Formarlo para que enseñe a ser, enseñe a aprender, enseñe a producir, enseñe a convivir, enseñe a transformar . Esto se dice fácil, y hasta resulta evidente. El problema empieza cuando uno entiende que sólo es posible enseñar -es decir, ayudar- a ser persona, si uno se esfuerza por serlo plenamente, por crecer hacia adentro, si acepta que para ser educador hay que reconocerse como educando de por vida. Por otra parte, sólo enseñará realmente a aprender el que aprende al enseñar; del mismo modo que enseñar a convivir exige que uno conviva al enseñar, es decir, que convierta la clase en un lugar de democracia profunda.
De ahí la necesidad de entender de otro modo la formación. Frente a la degradación del hecho formativo que se suele reducir a la adquisición de algunos conocimientos, al desarrollo de algunas competencias y a la adquisición de nuevos diplomas o títulos, la auténtica formación es un proceso de liberación individual, grupal y social. Formarse es fundamentalmente construirse, inventarse, planificarse, soñarse, llegar a desarrollar todas las potencialidades de la persona. Estoy hablando entonces de un proceso de construcción permanente de la personalidad y de un pensamiento cada vez más autónomo, capaz de aprender continuamente, para así poder enseñar en el sentido integral de la palabra. Esto sólo será posible si convertimos al docente en un “profesional de la reflexión”, una persona que analiza y cuestiona permanentemente sus valores y su práctica pedagógica cotidiana, pues está claro que si bien “uno explica lo que sabe o cree saber, uno enseña lo que es”. Cada profesor, junto a su materia, enseña un montón de otras lecciones: honestidad o deshonestidad; respeto o irrespeto; responsabilidad o irresponsabilidad; desprecio o afecto; igualdad o diferencias; entusiasmo o desmotivación; alegría o fastidio; creatividad o rutina…
Pero desarrollemos brevemente estas ideas.
1.-Formar docentes que enseñen a ser
Toda propuesta formativa debe orientarse en primer lugar a construir la identidad del educador. La mayoría de los docentes ejercen su profesión como meros dadores de clases y programas, sin haber tenido la oportunidad de asomarse a las honduras de lo que significa educar. La propia sociedad, si bien en ciertas oportunidades y celebraciones, se monta en la retórica para hablar del maestro como apóstol y forjador de futuro, considera la profesión docente entre las menos atractivas y valoradas y trata a los docentes como ciudadanos de segunda categoría. Todo el mundo quiere el mejor maestro para sus hijos, pero muy pocos quieren que sus hijos sean maestros. La mayoría de los docentes tienen de sí una muy baja percepción y eligieron su profesión porque se les cerraron las puertas de otras que consideraban más atractivas y gratificantes. De ahí la necesidad de trabajar con los docentes de un modo sistemático y permanente, no como una materia de ética sino como un eje transversal que atraviese toda la carrera docente, la construcción de su identidad como personas y como educadores, que asuman la educación como un proceso de formación de personas, construcción de voluntades, enseñanza y vivencia de valores. Es urgente, por consiguiente, sembrar continuamente en los alumnos la transcendencia del hecho educativo, enamorarlos para que vivan a plenitud una profesión que implica vocación de servicio, apertura a la propia y permanente dignificación.
Ser maestro, educador, es algo más complejo, sublime e importante que enseñar biología, currículo, lectoescritura, electricidad o historia. Educar es alumbrar personas autónomas, libres y solidarias, dar la mano, ofrecer los propios ojos para que los alumnos puedan mirarse en ellos y verse valorados y dignos y así sean capaces de mirar la realidad sin miedo. El quehacer del educador es misión y no simplemente profesión. Implica no sólo dedicar horas, sino dedicar alma. Exige no sólo ocupación, sino vocación.
Cuentan que (Pérez Esclarín, 1998), en cierta ocasión, entró una niña al taller de un escultor. Por un largo rato, estuvo disfrutando de todas las cosas asombrosas del taller: martillos, cinceles, pedazos de esculturas desechadas, bocetos, bustos, troncos…, pero lo que más impresionó a la niña fue una enorme piedra en el centro del taller. Era una piedra tosca, llena de magulladuras y heridas, desigual, traída en un penoso y largo viaje desde la lejana sierra. La niña estuvo acariciando largamente con sus ojos la piedra y se marchó. Volvió la niña al taller a los pocos meses, y vio sorprendida que, en el lugar de la enorme piedra, se erguía un hermosísimo caballo que parecía ansioso de liberarse de la fijeza de la estatua y ponerse a galopar por la sabana. La niña se dirigió al escultor y le dijo: ¿cómo sabías tú que dentro de esa piedra se escondía ese caballo?
Educar viene del latín, educere, que significa sacar de adentro. Es educador quien no ve en cada alumno la piedra tosca y desigual que ven los demás, sino la obra de arte que se oculta adentro, y entiende su misión como el que ayuda a limar las asperezas, a curar las magulladuras, el que contribuye a que aflore el ser maravilloso que todos llevamos en potencia. La educación implica una tarea de liberación y de responsabilización. El educador tiene una irrenunciable misión de partero de la personalidad. Es alguien que entiende y asume la transcendencia de su misión, consciente de que no se agota en impartir conocimientos o propiciar el desarrollo de habilidades y destrezas, sino que se dirige a formar personas, a enseñar a vivir con autenticidad, es decir, con sentido y con proyecto, con valores definidos, con realidades, incógnitas y esperanzas. La vocación docente reclama, por consiguiente, algo más importante que títulos, cursos, diplomas, conocimientos y técnicas. Presupone una madurez honda, coherencia de vida y de palabra. Esta coherencia es imposible sin un cuestionamiento permanente del propio proyecto de vida y de los valores que lo sustentan, pues es imposible enseñar valores si uno no trata de enseñárselos a sí mismo, es decir, se esfuerza continuamente por construirlos en su propia vida. Sólo quien reconoce sus limitaciones, sus propias contradicciones, sus carencias, y las acepta como propuestas de superación, de crecimiento, es decir, de formación, será capaz de recibir amor y podrá darlo, será capaz de aprender y por ello de educar. El que cree que lo sabe todo, el que se coloca con autosuficiencia frente al estudiante, el que piensa que no necesita de los demás, será incapaz de establecer una verdadera relación comunicativa, será incapaz de entender la necesidad de su propia formación, será por ello, incapaz de formar.
La personalidad del docente, su manera radical de ser y de estar en el mundo y con los demás, las palabras que hace y no tanto las palabras que dice, son el elemento clave de la relación educativa. Se trata, en definitiva, de vivir de tal modo que los estudianates se sientan invitados a moldear su vida en el modo de ser y de actuar de su maestro, pues como ya dijimos más arriba, uno enseña lo que es. Si eres generoso, estás enseñando y promoviendo la generosidad. Si eres inquieto, preocupado, ávido de saber, transmites ganas de aprender. Si eres superficial y vano, comunicas trivialidad. Si vives amargado y te la pasas quejándote, enseñas desconfianza, amargura, pesimismo.
Evidentemente, si un docente es capaz de captar la transcendencia de su misión, y se percibe ya no como un mero dador de objetivos y rutinas, como alguien que ayuda a pasar exámenes y avanzar de un curso a otro, sino como un educador que ilumina caminos y fragua voluntades, recuperará su autoestima y se entregará a vivir apasionadamente su profesión y su misión.
2.-Formar docentes que enseñen a aprender y aprendan al enseñar
En su obra póstuma, El primer hombre, Albert Camus rememora la escuela y los docentes de su infancia y escribe : “No, la escuela no sólo les ofrecía una evasión de la vida de la familia. En la clase del Sr. Bernard por lo menos, la escuela alimentaba en ellos un hambre más esencial para el niño que para el hombre, que es el hambre de descubrir. En las otras clases les enseñaban sin duda muchas cosas, pero un poco como se ceba a un ganso. Les presentaban un alimento ya preparado, rogándoles que tuvieran a bien tragarlo. En la clase del Sr. Germain, sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se les consideraba dignos de descubrir el mundo”.
Este texto de Camus pinta genialmente al genuino maestro que, más que impartir y exigir la memorización de paquetes de conocimientos, es capaz de despertar en sus alumnos el hambre de aprender, de descubrir, de estar en permanente búsqueda del saber. El verdadero maestro, más que imponer la repetición de fórmulas, conceptos y datos, orienta a los alumnos hacia la creación y el descubrimiento.
Durante mucho tiempo, se puso el énfasis en la enseñanza. Se suponía que si los maestros y los profesores enseñaban, los alumnos tenían que aprender. Si no lo hacían, ellos eran los culpables: brutos, incapaces, flojos, desinteresados…De ahí que el debate metodológico se centraba fundamentalmente en torno a los métodos de enseñanza antes que en los métodos de aprendizaje, pues se daba por sentado que los métodos de enseñanza coincidían con los métodos de aprendizaje.
Últimamente las cosas están cambiando y comenzamos a entender que no siempre la enseñanza conduce al aprendizaje, que con frecuencia se enseña mucho y se aprende poco y que muchos aprenden sin necesidad de enseñanza. Estos descubrimientos han llevado a centrar la atención en el aprendizaje, es decir, en el punto de vista del alumno, hecho que marca un viraje radical en la pedagogía. El objetivo último de la educación es el aprendizaje, y es a partir de él que se evalúa al alumno, al docente y al sistema. En esta perspectiva, buen docente no es el que enseña muchas cosas, el que tiene muchos títulos, sino el que logra que sus alumnos aprendan efectivamente lo que deben aprender.
De aquí la insistencia en que los alumnos aprendan a leer, escribir y calcular bien, basamento de todo pensamiento y de todo aprendizaje autónomo posterior. Si la escuela enseñara realmente a leer bien y desarrollara en los alumnos una verdadera afición por la lectura, cada vez más compleja y personal, habría logrado lo esencial. Si de nuestras aulas salieran alumnos lectores, a los que les gustara leer, que necesitaran leer, les estaríamos abriendo la puerta a la sabiduría. De ahí que el reto de la escuela no es meramente alfabetizar a lo alumnos, sino convertir a la población en lectora. Esto no será posible si los docentes no son lectores, si no sienten la necesidad y el placer de leer y de hacer de la lectura un instrumento de uso diario.
Afortunadamente, cada día estamos entendiendo mejor en qué consiste la lectura. Hasta hace unos años se pensaba que la lectura era una forma de recibir la información que el autor quería transmitir. El lector era un mero recipiente donde el autor vertía sus ideas. Hoy sabemos que toda lectura es un diálogo entre el texto y el contexto del lector, que el significado no se descubre, sino que se construye. Encontrar significado, interpretarlo, significa que el lector interactúa con el texto dentro de un contexto y construye un determinado significado que depende tanto de las características del texto como de las características del lector, de su experiencia y vivencia previas. Ningún texto habla definitivamente por sí mismo, pues toda lectura es interpretación del texto desde la realidad en que uno vive, y por ello, son posibles múltiples lecturas de un mismo texto. De ahí que leer es imposible sin la implicación activa del lector que va comprendiendo en cuanto es capaz de establecer relaciones significativas entre lo que ya sabe, ha vivido o experimentado, y lo que el texto le aporta. Si comprende lo escrito es porque puede ir relacionándolo con cosas que ya conocía e ir integrando la información nueva a sus esquemas previos.
Si la lectura es interpretación, y la interpretación es construcción de significados, leer es un acto de pensamiento. Todos caemos bien en la cuenta cuando un alumno lee mecánicamente, sin comprender realmente lo que lee, y cuando lo hace con sentido, porque leer es precisamente dar sentido, construir el significado de lo que se lee a partir de lo que ya se sabe.
No es fácil llegar a ser un buen lector. Lector de textos y del contexto, capaz de escuchar e interpretar los gritos desgarradores de la realidad. Pasar de lector pasivo o consumidor de textos escritos a lector crítico de ellos y de las intenciones de sus autores. Leer para procesar, utilizar y desmitificar las múltiples informaciones que nos lanzan, el sentido y sinsentido de tantas propuestas educativas, políticas, económicas. En palabras de Daniel Goldin , “el buen lector es un proyecto que todo amante de la lectura aspira cumplir. No es fácil enfrentar la ardua tarea de llegar a la buena lectura cuando no hemos comprendido vivencialmente por qué es importante la lectura en nuestra propia vida. Pero tampoco podremos comprender por qué es importante si antes no sentimos con claridad que los otros tienen importancia en nuestra vida, aunque hagan nuestra existencia más difícil y compleja”.
Si es difícil llegar a ser un buen lector, más difícil resulta todavía llegar a ser un buen escritor. Aprender a escribir supone más que alguna otra cosa, aprender a pensar. La escritura implica un proceso de reflexión y comunicación con los otros, es un magnífico instrumento de expresión y reflexión del pensamiento. Cuando escribimos, meditamos sobre las ideas que queremos expresar, examinamos y juzgamos nuestros pensamientos. Durante la composición del texto podemos remirar, valorar, reconsiderar y pulir nuestros pensamientos, ideas, creencias y valores. Detrás de muchas resistencias a escribir, se ocultan las resistencias a pensar, y es triste constatar cómo con frecuencia los alumnos han pasado diez, quince años en el sistema educativo, y muy pocas veces escribieron algo propio, ni se les enseñó a escribir realmente, a comunicar de un modo personal sus pensamientos. Se limitaron simplemente a copiar y transmitir en cientos de páginas las palabras y pensamientos de otros.
Escribir es comunicarse, derramarse en los demás. Uno escribe, pero el texto se realiza en el lector. Las palabras viajan dentro de él, le pertenecen. De ahí que leer y escribir necesitan de un silencio y una escucha previos. Sólo quien es capaz de escucharse, es capaz de escuchar el silencio, podrá decir y escribir palabras verdaderas.
Si la lectura y escritura son medios privilegiados para ordenar el pensamiento y aprender a pensar, su promoción debe ser un objetivo prioritario en el proceso de formación de los docentes. De ahí que, entre los indicadores para evidenciar el alcance y calidad de los programas formativos, debe considerarse la capacidad lectora de los docentes (nivel de lectura activa y dialógica) y la capacidad para expresar oralmente y por escrito sus ideas y concepciones pedagógicas.
Junto al desarrollo de las herramientas del aprendizaje (en especial, la lectura, escritura y pensamiento), enseñar a aprender supone crear un ambiente de aprendizaje que estimule el deseo de aprender, la creatividad, el trabajo, la convivencia…No se trata, por consiguiente, de decirles a los alumnos cómo tienen que enseñar, sino de proponerles experiencias pedagógicas enraizadas en los valores y modelos que se pretenden. Aquí radica, a mi modo de ver, una de las contradicciones más graves de la mayor parte de las actuales escuelas de educación que asfixian con su práctica pedagógica las teorías que proponen y mandan recitar a los alumnos. Los futuros maestros aprenden y asimilan no lo que les dicen los profesores y ellos escriben en sus exámenes, sino la práctica que experimentan en el salón de clases. Por ello, no enseñan como les dijeron que tenían que enseñar, sino que enseñan como les enseñaron a ellos.
De ahí la necesidad de asegurar y afianzar una serie de principios pedagógicos esenciales como actividad, trabajo, realidad, convivencia, humor (el humor es el amor con h), comunicación que, por la falta de tiempo, vamos a englobar en el más importante de todos, el afecto. En educación, es imposible ser efectivos si no somos afectivos. No es posible la calidad sin calidez. Ningún método, ninguna técnica, ningún currículo por abultado que sea, puede reemplazar al afecto en educación. Al verdadero docente le gusta la materia que enseña (por eso está permanentemente buscando, actualizándose), le gusta la enseñanza y quiere a sus alumnos. A todos los alumnos, en especial a los que tienen más carencias, necesidades y problemas. Querer al alumno supone creer en él, en sus capacidades, tener expectativas positivas sobre sus posibilidades, alegrarse de sus avances y logros aunque sean parciales, respetar su ritmo y modo de aprender, valorar y estimular su esfuerzo personal, su autonomía, y estar siempre dispuesto a tenderle la mano y a exigirle que vaya tan lejos como le sea posible en su crecimiento y desarrollo.
No se trata, por consiguiente, de consentir o alcahuetear a los alumnos; tampoco de compararlos entre sí, sino de poner a cada uno a competir consigo mismo, de modo que, más que competitivos, todos se hagan competentes y cada uno se acostumbre a dar de sí lo máximo. Es educador quien ayuda al alumno a descubrir y potenciar todas sus posibilidades. Quien ayuda al alumno a que se ayude. El que entiende su función como servidor del alumno y está consciente de que su éxito profesional sólo puede comprobarse desde el éxito de sus alumnos. Esto implica, entre otras cosas, transformar radicalmente la práctica común de la evaluación, que ya no puede seguir siendo un arma de clasificación, control y sanción, sino un medio eficaz para conocer a cada alumno y su modo de aprender para así poderle ayudar con eficacia.
Querer a los alumnos supone también trabajar para que la clase se sienta estimulada y feliz. Este debe ser el objetivo fundamental de toda planificación. Si la escuela tradicional es tan tediosa y aburrida, necesitamos escuelas que se propongan seriamente ser lugares del disfrute en la comunicación, el trabajo, la creación y la amistad. En momentos en que impera la cultura de la muerte y la mayoría de las personas experimentan la vida como inseguridad, problemas, miedo, violencia, frustración, anomia, soledad…, los centros educativos deben ser lugares donde se vive, se celebra la vida y se aprende a defenderla y disfrutarla. La pedagogía de la alegría debe penetrar todos los recintos escolares. Pedagogía que parte de los intereses e inquietudes de los alumnos -por eso se esfuerza por escucharlos y conocerlos- y promueve actividades que generan su entusiasmo, que movilizan sus energías en una aventura lúdica, compartida, creativa. La planificación, lejos de ser un ejercicio rutinario de copiar objetivos, contenidos y actividades del programa, pone el énfasis en preparar actividades que susciten el interés de los alumnos y los involucren activamente en la búsqueda y producción de conocimientos. Por ello, no se trata de que los alumnos simplemente sepan, sino que sepan buscar, expresar, opinar, resolver, cuestionar, hacer, transformar…, pues aprender es siempre reinventar. La creación y el trabajo significativo, el esfuerzo, lejos de ser fuente de fastidio y aburrimiento, se transforman en germen de plenitud y de gozo. A todos nos embarga una gran alegría cuando inventamos, cuando creamos, cuando tras grandes esfuerzos resolvemos los problemas, cuando hacemos cosas bellas y útiles, cuando alcanzamos metas difíciles, cuando nos vencemos y nos damos, cuando valoran y aprecian lo que hacemos, cuando ayudamos y servimos a los demás.
Asumir la pedagogía del afecto y la alegría, implica también que los docentes entiendan que su labor educativa va más allá del aula, pues actividades como el recreo, las fiestas, el deporte, las convivencias, los grupos de excursionismo, teatro, música, alfabetización, folklore, ecología…, tienen una dimensión educativa más profunda que todo el trabajo del aula, sobre todo si se entroncan con las raíces culturales de la comunidad. Este tipo de actividades que fortalecen la identidad, la pertenencia, que desarrollan la expresión, la sensibilidad, el goce estético, que cultivan la necesidad de protagonizar algo, que dejan un enorme campo abierto a la innovación, la creatividad y el servicio, son las que calan más hondo en el espíritu y marcan a la persona para toda la vida.
Ahora bien, si queremos formar docentes que enseñen a aprender, esto sólo será posible si ellos aprenden de su enseñar. El docente que ha dejado de aprender se convierte en un obstáculo para el aprendizaje de sus alumnos. Necesitamos formar docentes que sean capaces de asumir el ejercicio de la docencia como un proceso de acción-reflexión-acción, de investigación en la acción y de la acción, y de asumir las aulas y centros educativos como verdaderos laboratorios. Esto supone asumir una actitud de reflexión y cuestionamiento permanente, de modo que sean capaces de sistematizar y teorizar su práctica. Esta primera teoría, fruto de la reflexión y sistematización de su hacer, debe ser confrontada con la de sus compañeros y con las teorías más elaboradas de los especialistas (de ahí que es inconcebible un docente que no lea mucho y se actualice), pero ya no para repetir lo que ellos dicen, sino en un verdadero diálogo de saberes que va enriqueciendo, cambiando, profundizando la teoría que, a su vez, promueve cambios en la práctica. Teoría y práctica se reconstruyen permanentemente en un proceso inacabado, proceso de búsqueda, experimentación y acción.
3.-Formar docentes que enseñen a convivir y convivan al enseñar
Como ha escrito Marco Raúl Mejía, la actual sociedad, buscando la eficiencia, olvida la justicia y la inclusión de los excluídos. La consigna del éxito para individuos, sectores sociales y países no es la cooperación o solidaridad, sino triunfar en la competencia con los demás. Esta sociedad defiende y fomenta una democracia cada vez más vaciada de sentido, selectiva y excluyente, donde la calidad del ciudadano se equipara con su capacidad de consumir. Frente a esta mentalidad, los educadores debemos ser los abanderados de una democracia integral, sólo posible en el marco de la justicia social, pues el primer requisito de la democracia tiene que ser asegurar la vida y el bienestar de todos. La planificación del desarrollo debe contemplar la planificación del desarrollo integral del ser humano y, por consiguiente, debe incluir las necesidades básicas, tanto materiales como no materiales, de todos: comida, vivienda, vestido, salud, educación, recreación, espiritualidad…
Los centros educativos deben propiciar la comprensión crítica de la democracia vivida en la cotidianidad y en la sociedad, pero desde una conciencia ética que haga del individuo sujeto de cambio y de construcción de la democracia integral. La democracia integral es el sistema político que garantiza a cada uno y a todos los ciudadanos una participación activa y creativa, en cuanto sujetos, en todas las esferas del poder y del saber de la sociedad. Un sistema que garantiza a todos y a cada uno el derecho de ser coautores del mundo. Para eso, cada uno y todos los ciudadanos de la sociedad son llamados a participar en cuanto sujetos singulares y a la vez plurales, en el desarrollo de todas las instancias con que se relacionan, desde el barrio, la urbanización, el caserío, la aldea, y las unidades productivas hasta el Estado. De ahí que la participación popular es un elemento central del proceso de profundización de la democracia. El pueblo debe tener poder real de decisión para proponer, fiscalizar y controlar las acciones del Estado. Se trata de que las personas logren entender y experimentar que sí es posible avanzar en hacer realidad los valores y principios que sustentan la verdadera democracia (participación, crítica, pluralismo, igualdad, respeto, libertad…) y que vale la pena trabajar sin descanso por construirlos y defenderlos.
Todo esto plantea grandes desafíos a la educación. Es urgente la formación de una mentalidad con miras a construir una cultura política que priorice la valoración de los espacios públicos como gestores del bien común, y acabe con la cultura política asociada al clientelismo, la apatía, sumisión, corrupción, autoritarismo…Para hacer esto posible, necesitamos que los centros educativos se transformen en verdaderas comunidades democráticas, donde se experimente cotidianamente el ejercicio de la democracia. Se trata de vivir en la cotidianidad del centro educativo los valores democráticos que buscamos, lo que implica modificar la organización y la práctica dentro del aula, desterrando las actitudes autoritarias, corruptas, el acaparamiento de la palabra, la razón y el poder por parte del docente, de modo que efectivamente se desarrolle el diálogo, la participación, la crítica y las relaciones interpersonales efectivas. El reto consiste, en breve, en convertir al centro educativo en semilla y también ya espejo de la sociedad que buscamos y queremos. El modo de organización y comunicación, de ejercer la autoridad y el poder, la forma en que se tratan los diferentes miembros de la comunidad educativa, el respeto a la diversidad y las diferencias, la responsabilidad y compromiso con que cada uno asume sus tareas y obligaciones, la defensa de los derechos de los más débiles, la solidaridad que se practica en todos los recintos y tiempos escolares, la manera como se enfrentan los conflictos y se busca solución a los problemas, los modos de producción y celebración…, deben en cierta forma expresar y anunciar el modo de vida y de organización de la sociedad que queremos. Sociedad que permita una vida digna a todos, que respete las diferencias individuales, de género, culturales, raciales, sociales y religiosas, que posibilite y promueva la participación en la toma de decisiones y en la vida cívica y política cotidiana. Una sociedad que reconozca la diversidad como riqueza, que considere el desarrollo humano como base de todo desarrollo y que respete las diferencias sin convertirlas en desigualdades.
Todo esto plantea la necesidad de reeducar al educador, para que adquiera la cultura del diálogo, y asuma al otro como sujeto de conocimientos y de verdad. El diálogo pide humildad, pide comprensión, ponerse en los zapatos del otro. Exige sinceridad, respeto, bases para el entendimiento. El otro no es el mero eco de mi voz. Nadie es dueño de la verdad. El diálogo que reconcilia exige justicia social. Los generosos y solidarios unen; los que dominan, separan. Para dialogar se necesita tolerancia, virtud que nos enseña a convivir con lo diferente, a respetar el pensamiento contrario al mío y al sujeto que lo piensa. Ser tolerante no significa negar el conflicto o huir de él. Al contrario, el tolerante será tanto más auténtico cuanto mejor defienda su posición si está convencido de su justeza. Sin tolerancia, no hay democracia. Enseñar tolerancia implica el testimonio coherente, no negar el derecho a los alumnos a ser diferentes, no negarse a discutir sus posiciones, su lectura del mundo. Y es que, como plantea Carlos Calvo, la genuina educación se orienta a motivar la autonomía, no la sumisión. Si en la genuina educación todo es posibilidad, en la educación tradicional todo es determinación: el estudiante tiene que responder lo que su profesor espera. No hay lugar para el asombro, para la intuición, para la duda, para la creación, para la incertidumbre…Educar para la democracia implica educar para la incertidumbre. Sólo las dictaduras y autoritarismos están llenos de certezas. El genuino educador, más que inculcar respuestas e imponer la repetición de conceptos, fórmulas y datos, orienta a los alumnos hacia la creación y el descubrimiento, que surgen de interrogar la realidad de cada día y de interrogarse permanentemente. La coherencia de la crítica supone la autocrítica. Negar al otro la crítica no es destruir al otro, sino sobre todo destruirse a sí mismo como crítico. El autoritario no sólo niega la libertad de los demás, sino la suya propia al transformarla en el derecho inmoral de aplastar otras libertades.
El educador, como el poeta, es un permanente hacedor de preguntas inocentes. La pregunta y no tanto la respuesta constituye lo medular en los procesos educativos. Tener preguntas es querer saber algo, expresar hambre de aprender. Quien pregunta no debe contentarse con esperar la respuesta de otros, sino que debe esperar su propia respuesta. Por todo esto, si los actuales centros educativos son con demasiada frecuencia lugares para aprender respuestas y castigar el error, debemos transformarlos en lugares para interrogarnos e interrogar la realidad, para equivocarnos y asumir el error como base para el aprendizaje. El error no es un pecado, sino parte del proceso de aprendizaje. En este sentido, y con ellas quiero terminar, resultan iluminadoras las palabras de ese gran maestro y poeta cubano, José Martí: “Como la libertad vive del respeto y la razón se nutre de lo contrario, edúquese a los jóvenes en la viril y salvadora práctica de decir sin miedo lo que piensan y oír sin ira ni mala sospecha lo que piensan otros”.

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