El Anciano en la Torre
Había una vez, en un bosque, una torre altísima en donde vivía un anciano. Todas las noches, el anciano se imaginaba que bajaba de la torre. “No puedo”, se decía luego de un rato, “Las escaleras son muy altas para que las pueda bajar, estoy muy viejo y mis piernas no lo resistirán”.
Sin embargo, se sentía muy solo y le asustaba la idea de morir dentro de esa torre sin ver a sus seres queridos (si es que aún quedaba alguno con vida) por última vez. Este hombre se había sometido al aislamiento debido a que en su juventud, antes de construir aquella torre, había sido avergonzado por afirmar en su aldea que las estrellas eran esferas de fuego flotando en la oscura noche y no las luciérnagas del cielo, como todo el pueblo lo creía.
“¡Qué tonto he sido!, ¿cómo pude creer que las estrellas estaban hechas de gas ardiendo?, ¿por qué tuve que insistir tanto en que la Tierra gira alrededor del Sol?, Y decir que la Luna no está hecha de queso… ¡Qué tontería!, ahora estoy solo por mis absurdas ideas y no podré viajar por el mundo ni ver a mi familia. Sería muy triste que los volviera a ver y se acuerden de todas mis locuras”.
Una noche, el anciano escuchó unos pasos subir por las escaleras y se sintió emocionado. “Tal vez alguien venga, por fin podré tener compañía”. Después se arrepintió, “¿Y si me conoce?, quizá haya escuchado sobre mí y piense que estoy loco”. No cerró la puerta a tiempo. Se escondió detrás de una pila de libros y esperó a ver de quién se trataba. Cuando miró a quienes subieron se alegró. Se trataba de una muchacha y un niño que habían subido persiguiendo a un perro. Ninguno tenía edad de recordar que él había vivido en el pueblo ni todas sus locuras.
La muchacha exclamó - ¡Qué perro tan problemático! ¡Mira que subir todos estos escalones y hacernos caminar tanto!
Hermana, ¿puedo ver qué hay aquí? – preguntó el niño mientras acariciaba al perro.
Si, pero no se tarden. Recuerda, Daniel, tenemos que volver al pueblo para la celebración – dijo la muchacha y salió de la habitación.
El anciano no logró escuchar nada, así que pensó que ellos se habían marchado y salió de su escondite.
Señor, ¿por qué usted estaba escondido? – lo sorprendió el niño.
No quiero que nadie me vea – respondió el anciano – Todo el mundo en el pueblo piensa que estoy loco.
-¿Por qué pensarían que usted está loco?
Dije muchas tonterías cuando era joven, por ejemplo, yo le conté a todo el pueblo que la Luna no está hecha de queso.
Pero eso es verdad. La Luna no es de queso, es un pedazo de tierra en el cielo. Así nos dice la maestra en la escuela – le explicó el niño.
¿Ah, sí? ¿Quién lo descubrió? – preguntó el anciano mientras acariciaba el pelaje del peludo canino.
Hace cincuenta años un hombre de mi pueblo lo hizo, pero desapareció. Hoy están festejando el día del descubrimiento. ¿Quiere venir a festejar con nosotros?
Estoy muy viejo para bajar – repuso el anciano. Pero cuando el niño hizo un ademan de irse, se retractó – Creo que puedo bajar.
Bajaron y la hermana le impresionó que alguien viviera allí arriba, pero no hizo preguntas. Todos se fueron al pueblo. Cuando llegaron el lugar estaba decorado y la gente festejaba. Al acercarse a la plaza, el anciano se sobresaltó. En el centro había un monumento con su rostro que decía “Dedicado al genio del pueblo que se atrevió a pensar diferente”. Entendió que el descubrimiento que festejaban era el suyo. El niño y su hermana le dieron un recorrido y la gente, al verlo lo reconoció de inmediato. Pero mayor sorpresa se llevó cuando los jovencitos le presentaron a su padre; se trataba de su hermano menor.