El fondo de mares silenciosos | Cuento (2 de 8)

in #cuento6 years ago

cabello rubio, Guapa, temporada de verano, sol, junto al mar, Mar, sol, arena

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Me dicen que estaba consciente cuando me sacaron del agua y que hablé durante todo el trayecto hasta el muelle y aun cuando me recogió la ambulancia; sin embargo, nada de eso ha guardado mi memoria. Mi siguiente recuerdo es de una enfermera algo mayor, baja, regordeta y morena, que trataba con manifiesta impericia de introducir una aguja en una de mis venas. La dejé hacer; no sabía qué pasaba, pero sospechaba que era mejor entregarse ciegamente a las manipulaciones de aquella criatura que tratar de pensar y actuar por mí mismo con el descomunal dolor de cabeza que tenía. Abandonando mi brazo, la enfermera me miró y dijo “El doctor vendrá pronto”. Así fue.

No hay nada digno de mención en una estadía en una clínica. Quien haya estado así sea un día hospitalizado sabe de la profunda sensación de irrealidad que lo rodea, acompañado siempre de la amenaza tangiblemente material del dolor. No hay nada digno de mención, sino solo que al segundo día conocí a Julia, mi enfermera del turno de la mañana. Morena, como la otra, pero bonita, joven. Capaz de inspirar confianza con solo una mirada. Su manera de entrar a la habitación y tomarme el pulso mientras me saludaba era tranquilizadora. En las horas y días siguientes supe de la serena dedicación, de la amabilidad de su sonrisa.

Al salir de la clínica, cuatro días después, estaba casi enamorado. En todo caso estaba lo suficientemente enamorado como para pedir su número telefónico e insistir hasta que aceptó almorzar conmigo, el siguiente sábado, bajo la excusa lamentable de que quería agradecerle las atenciones que había tenido conmigo. Se rió, y no me creyó, pero aun así aceptó la invitación.

Me reintegré al trabajo. Hubo disculpas que, en parte, había recibido ya en la clínica. No me interesaban. Esperaba el sábado.

Estuve a punto de desbaratarlo todo antes de que nada comenzara. Llegué con media hora de anticipación al restaurante italiano –lo escogí porque a todo el mundo le gusta la pasta–, bebí media botella de vino y cinco minutos antes de la hora convenida estaba convencido de que lo que había hecho era una tontería. ¿Qué podría tener en común con una enfermera? Era, más o menos, como una secretaría, y yo siempre les había rehuido porque me parecían una raza nefasta. Me preparaba para pedir la cuenta, pensando en llamar el día siguiente y ofrecer la menos convincente de las explicaciones. En ese momento Julia entró al restaurante. Llevaba un vestido blanco, sin mangas, sostenido por delicados tiros que dejaban al descubierto hombros maravillosamente bien formados. Los hombres somos, ya se ha dicho hasta la saciedad, animales de sensaciones visuales: la contemplación de su belleza arrastró las dudas que segundos antes amenazaban con hacerme desaparecer del lugar.

Cuando abandonamos el local –cerca del mar, para poderme referir sin dificultad a mi accidente y, en caso necesario, a mi trabajo; así, si la conversación languidecía o encontraba insufriblemente aburrida a mi pareja, siempre podía entretenerme hablando de mis investigaciones– ya sabía que le gustaba leer a Cortázar, tenía treinta años, aspiraba estudiar medicina alguna vez, en un futuro no determinado, y que tenía una hija de cinco años engendrada por un padre del cual no se me informó el nombre ni detalle alguno (“alguien que desapareció de mi vida, por suerte”). En realidad, los mismos detalles intrascendentes y superficiales que ya había escuchado en infinidad (no, en unas pocas en realidad; en los últimos años cada vez menos) de citas exploratorias, prospectos de citas amorosas naufragadas en el mar del aburrimiento y el desinterés. Ahora (entonces) las mismas historias que me habrían arrancado un disimulado bostezo se presentaban a mi conciencia con la fascinación de una extraña música lejana de origen desconocido que atrae a los buscadores de lo nunca escuchado. Yo seguía esa música –constituida tanto por palabras, gestos, relatos, como por silencios, ausencias, pudores entrevistos y descaradas confesiones, con pleno uso de mis facultades. ¿Cuál era la diferencia? Julia; ella era la única diferencia.

 


Gracias por a visita. Vuelvan cuando quieran.

 


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