El fondo de mares silenciosos | Cuento (1 de 8)

in #cuento5 years ago (edited)

Luego de mucho tiempo sin publicar por problemas de conexión a internet, presento la primera parte de este cuento aparecido originalmente en un libro del mismo título en 2002. Espero que sea del interés de los lectores.

Saludos.

Fuente

 

1

Estaba seguro de que no me había reconocido, aunque yo a ella sí. Caminó en mi dirección, el pelo sobre la cara en una momentánea nube oscura, arremolinado por el viento que levantaba el giro de las aspas del helicóptero, borradas las facciones en las líneas cruzadas de su cabellera, solo durante un instante. El paso vacilante apoyado en la seguridad del bastón de madera, el cuerpo maduro, pero no cansado de viejo, en jean y franela, los senos grandes, iluminada por las luces de la pista, en el estruendo ensordecedor del aparato que le acababa de depositar en tierra luego de un vuelo de dos horas desde la capital.

El bastón innecesario. Una costumbre, un recordatorio, una coqueta anticoquetería. Me tendió su mano, firme, huesuda, poco femenina, o poco parecida a lo que en mi juventud llamábamos femenina, y dijo mi nombre y título, “Dr. Marcano”, con el tono justo de respeto y distancia que se tiene con un superior jerárquico, “Dr. Marcano, encantada de estar aquí”.

Recibí sus credenciales. La nueva biomatemática sustituye a Benítez, la más reciente baja de un equipo que se deshacía ante mis ojos.

La acompañé a su habitación. Una cama grande, un armario, un escritorio y una silla, un gavetero, y sobre él un televisor. Baño privado. Todos los muebles eran de madera oscura, lo que contradecía el espíritu de rapidez, eficiencia e impersonalidad que se le quería imponer a nuestra labor. Me despedí de ella en la puerta sin desaprovechar la oportunidad de mirarla a los ojos castaños, buscando ¿qué?, ¿el tiempo perdido?, ¿mi propio reflejo? No sé qué esperaba encontrar; tal vez solo presentarme, decirle “Hola, soy el amante de tu madre que las abandonó hace veinticinco años, he vuelto”. Solo que yo no volvía de ninguna parte, estaba clavado en el laboratorio desde hacía tres años sin moverme a derecha ni izquierda, mucho menos pensaba regresar a pasados perdidos, viejos amores, esperanzas olvidadas y defraudadas. Un cerebro seco en una seca estación, ese soy yo.

En la oficina destapé la botella de ron y me serví medio vaso. Lo bebí en pequeños sorbos, dejándolo resbalar por mi garganta y calentarme el pecho.

Veinticinco años atrás no era viejo y tampoco joven. Iniciaba mi cuarta década y no sabía nada de la dichosa crisis. Razonablemente saludable, lo único que resentía era una vieja lesión en la rodilla izquierda que me molestaba de vez en cuando, sobre todo cuando el ascensor del Instituto Oceanográfico se encontraba dañado –lo que sucedía una semana sí y otra no– y debía subir los tres pisos del edificio hasta mi oficina.

Eso cambió una mañana al salir a hacer unas mediciones rutinarias de la temperatura de las aguas del golfo. Mis acompañantes, dos jóvenes biólogos, estaban borrachos cuando embarcamos. Lo mismo que el piloto del bote que alquilábamos porque el instituto no tenía ninguno disponible. Pensé suspender la salida, pero luego consideré que no era la primera vez que trabajábamos en esas condiciones.

Era día de la Virgen y habían estado celebrando la noche anterior. En el trayecto nos encontramos con una procesión de botes. El que encabezaba portaba la pequeña imagen con su vestido blanco y dorado refulgente al sol; una embarcación engalanada con flores. De la docena de embarcaciones que la seguían se escapaban cohetes que subían al cielo en trayectorias desiguales. Saludamos con los brazos en alto y nos respondieron de la misma manera y con más cohetes. Veíamos aparecer la pequeña nube en el cielo despejado y luego nos llegaba la detonación arrastrada por la brisa. Los músicos vestidos de blanco arrancaron con una melodía alegre que solo percibíamos a retazos. Nos alejamos mientras que las embarcaciones repletas de gente se internaban en el golfo.

Mis compañeros resentían la noche de tragos. Tras cada zambullida los veía desfallecer de cansancio. Máximo – el piloto—se dormía sobre el motor. Me sumergí para recoger la última muestra. Cuando me disponía a subir vi sobre mí una sombra inesperada. No supe sino varias horas más tarde que un tanque de oxígeno, dejado caer por uno de mis agotados compañeros, me golpeó el cráneo, sumiéndome en un desconcierto instantáneo. Tuve tiempo de ver mi sangre formando trenzas, espirales rojas, bandas anilladas diluyéndose frente a mi rostro en el agua fría, y aún lo tuve para pensar que me iba a desmayar y luego me ahogaría.

 


Gracias por la visita. Vuelvan cuando quieran.

 

 


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