De los placeres del mundo | Cuento (5 de 6)

in #cuento6 years ago

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5

La esperó, con el corazón apretado y conteniendo las lágrimas, hasta ver aparecer a su sobrina a media mañana, camino de la parada del autobús. La siguió, logró subir antes de que el vehículo arrancara y se sentó a su lado. Sin saberlo, repitió una rutina que muchos luchadores clandestinos habían adoptado: la conversación en voz baja en un autobús en marcha, disimulados en un encuentro casual.

La sonrisa de Mercedes murió antes de nacer al advertir el rostro hinchado y los ojos llorosos de su tía Violeta, fijos en los suyos con una intensidad tal que debió apartar la mirada ante aquel extraño reclamo silencioso. No debemos sorprendernos: se preparaba para la incomprensión, el rechazo, la ingratitud, el desprecio de los deberes familiares, lo que no era otra cosa que formas de ocultar el miedo. Tomando la mano de su sobrina con fuerza, le relató, en forma breve y precisa –verdadero logro para alguien inclinado al chisme– las circunstancias y lo que requería de ella.

Mercedes la escuchó en silencio, contuvo las lágrimas y el deseo de abrazar a su tía, y luego le aseguró que haría todo lo que fuera necesario.

Violeta bajó en la siguiente parada, no sin una última mirada que igual podía ser de agradecimiento o de reproche. Mercedes continuó hasta cruzar el puente que unía las dos partes de la ciudad –era entonces un lugar limpio y sosegado, en el que la gente se encontraba y se detenía para conversar un rato, y no la confusión de ahora, tomado por los buhoneros que vociferan ofreciendo juguetes chinos, cedés de música pirateados, pilas, cigarrillos, condones, veneno para ratas, juegos electrónicos de bolsillo, cuchillos, candados, y mil utensilios más imposibles de clasificar, arrojando a los caminantes al medio del puente donde sortearán en audaces lances a los microbuseros y demás fauna motorizada– y se apeó en la plaza Miranda, conocida como "la estación".

Sabía que Jesús iría a buscarla luego del ensayo, apenas dos horas más tarde. Aunque ese tiempo se le hacía infinitamente largo se obligó a concentrarse en la música; sus compañeros apenas notaron cierto apagamiento en sus ademanes, sin que pudiera decirse que se mostraba descuidada o ausente. Por fin dieron por concluida la sesión, guardaron sus instrumentos, intercambiaron bromas y risas, y cuando Mercedes comenzaba a pensar que no iría, que algo lo había detenido, apareció su hombre, el impecable traje claro, el sombrero ladeado, los lentes oscuros, la cálida sonrisa bajo el apenas insinuado bigote, el olor de la piel y la colonia que le llegaba aún antes de tenerlo a su lado. Lo recibió con un beso en la boca, lo que pocas veces se permitía en público, con la conciencia un tanto culpable por estar a punto de pedirle algo que no sabía si él rechazaría.

En todo caso, decidió salir de dudas al instante: lo condujo de la mano al centro de la sala, que a esa hora permanecía con todas sus butacas vacías, y le contó de la situación de su primo, un niño casi, ignorante de política, un inconsciente inofensivo al que había que salvar de sí mismo. Sobre el escenario, un técnico improvisado cambiaba un foco quemado mientras el guitarrista del grupo se negaba a abandonar las tablas y continuaba en una esquina desgranando arpegios.

Jesús la escuchó interrumpiéndola sólo para precisar algunos detalles. Su rostro y la inmovilidad de su cuerpo no revelaban nada de sus intenciones o de lo que sentía de aquello que le contaba Mercedes, y esta se preguntaba si estaría haciendo bien, si no lo estaría traicionando a él tanto como a su primo. Cuando terminó su breve relato y la petición explícita de ayuda, Jesús la miró a los ojos y, como había hecho su tía poco tiempo antes, apretó su mano entre las suyas. "Cuenta conmigo. La familia es lo primero. Iré a buscarlo a la medianoche para sacarlo de aquí por un medio seguro. Que me espere afuera del rancho. Dile a tu tía que no se preocupe."

Corrió a casa de Violeta a dar las buenas nuevas. Luego fue a la suya y se ocupó de las cosas en las que solía ocuparse, ejecutando todo con distracción poco disimulada. Hacia las siete de la noche salió: explicó que iría a visitar a una de sus amigas. Se dirigió al barrio El Salao, en las cercanías del puerto, a la casa de Gonzalo Goitía, uno de los músicos que la acompañaba con frecuencia y que recientemente se había comprado un viejo Ford del 40. Lo encontró en la esquina sacándole brillo a la carrocería, actividad a la que dedicaba la mayor parte del tiempo cuando no estaba tocando cuatro. Luego de los saludos, le explicó con rapidez que necesitaba que la llevara a cierto lugar, cerca de la medianoche.

"Es un asunto de familia, Gonzalo, y es grave. Se trata de mi primo Alberto", explicó para vencer las suspicacias de su amigo.

Todos sabían que el muchacho estaba desaparecido, así que no hacía falta alargarse demasiado en razones. "No quiero pedirle el favor a mi papá." Si Goitía pensó por un momento que podía haber algún peligro en lo que iba a hacer, no lo demostró. Era, también, joven e inconsciente. Acordaron que la esperaría cerca de su residencia a las once de la noche. Mercedes le dio un beso en la mejilla y se marchó, esta vez sí a visitar a una amiga y allí permaneció hasta poco antes de las nueve.

En casa de Mercedes, a las diez de la noche cada quien se recogía en sus cuartos y las luces se apagaban. Media hora después se escuchaban los suaves ronquidos del padre de familia y las palabras dichas en sueños por los hermanos más pequeños. Mi bella y audaz prima se vistió en la oscuridad –por suerte, hacía ya algún tiempo que tenía una habitación para ella sola.

Abandonar la vivienda no era difícil: sólo debía bajar el pasador que mantenía unidas las dos hojas de la puerta. Nunca se cerraba con llave. Una vez afuera, bastaba con atraer las hojas hacia sí hasta que la cerradura encajaba. Al regreso, se abriría con una leve presión. Era lo que hacía su padre las pocas veces en que se marchaba con sus amigos de tragos y regresaba en la madrugada. En el jardín la asaltó el olor nocturno de las flores, distinto al que ofrecían bajo el sol, y se alarmó injustificadamente, como si con el aroma dulzón le llegara un presentimiento de destrucción.





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