LA GUARDA DEL CORAZÓN
EJERCICIOS DE CUARESMA
De las Discertaciones de Cuaresma del Pbro. Carlos Pio del Inmaculado Corazón
Leemos en el libro de los Proverbios: Guarda tu corazón con toda vigilancia porque de él procede la vida (Prov. 4, 23). La guarda del corazón es la solicitud habitual o al menos frecuente para preservar todos mis actos, a medida que se vayan presentando, de todo aquello que pudiera viciar su móvil o su cumplimiento.
Leemos en el libro de los Proverbios: Guarda tu corazón con toda vigilancia porque de él procede la vida (Prov. 4, 23).
La guarda del corazón es la solicitud habitual o al menos frecuente para preservar todos mis actos, a medida que se vayan presentando, de todo aquello que pudiera viciar su móvil o su cumplimiento.
Solicitud sin agitación, desembarazada, sin contención, al par que humilde y vigorosa, por hallarse basada en el recurso filial a Dios y en la confianza que se tiene en este recurso.
Es un trabajo de mi corazón y de mi voluntad más bien que de mi espíritu, que debe permanecer libre para el cumplimiento de mis obligaciones. Lejos de poner obstáculos a mi acción, la guarda del corazón la perfecciona, regulándola según el espíritu de Dios y conformándola a mis deberes de estado.
Será una mirada dirigida por el corazón sobre las acciones presentes y una atención moderada sobre las diversas partes de una acción a medida que la vaya realizando. Es la observancia exacta del age quod agis (Haz lo que haces, es decir, aplícate todo entero a la acción presente).
El alma, como centinela vigilante, ejercerá su solicitud sobre todos los movimientos de mi corazón y sobre todo lo que pasa en mi interior, a saber: impresiones, intenciones pasiones, inclinaciones, en una palabra, sobre todos mis actos interiores y exteriores, pensamientos, palabras y acciones.
Esta guarda del corazón exigirá un cierto recogimiento, pues no podrá verificarse si mi alma vive disipada; pero por la frecuencia de este ejercicio, adquiriré poco a poco la costumbre que me la hará fácil.
Preguntarse: ¿Adónde voy y por qué?- Palabras que repetía a menudo San Ignacio, y a las que hacen alusión sus Ejercicios Espirituales. ¿Qué haría Jesús? ¿Cómo se conduciría si se hallara en mi lugar? ¿Qué es lo que me aconsejaría? ¿Qué es lo que quiere de mí en este momento? Tales son las cuestiones que se presentarán espontáneamente a mi alma deseosa de la vida interior.
Cuando me viere impulsado de buscar a Jesús, por medio de María, esta guarda del corazón tendrá un carácter aún más fácilmente afectivo. El recurso a esta buena Madre vendrá a ser como una necesidad incesante para mi corazón.
De este modo se realizará el Manete in Me et Ego in bobis (Jn. 1, que resume todos los principios de la vida interior.
Lo que Cristo indica como fruto de la Eucaristía: in me manet et Ego in eo, el alma lo quiere obtener por la guarda del corazón que la unirá con Él.
In Me manet: encerrado en el Corazón de Cristo, hará de cuenta que se encuentra en su propia casa investida del derecho de disponer de todas sus riquezas, utilizando los tesoros ilimitados de la gracia santificante la fuente inagotable de nuestras gracias actuales.
Et ego in eo: Pero, gracias a mi guarda del corazón, también Cristo, el Salvador amado, estará dentro del alma como en su propia casa. Porque tendiendo con esfuerzo a asegurar el continuo ejercicio de su reinado sobre todas sus facultades. No sólo procurará el alma hacer nada fuera de Cristo, sino que sus pretensiones llegarán hasta querer imprimir en cada una de sus acciones un rasgo de amor cada día mayor.
NECESIDAD DE LA GUARDA DEL CORAZÓN
Dios es la santidad misma. No puede darse intimidad en un alma sino en la medida que ella se aplique a destruir o a evitar todo aquello que pueda afearla o mancharla: pereza espiritual para elevar el corazón hacia Dios; afección desordenada para con la criatura; brusquedades e impaciencia; rencor, caprichos, flojedad, busca de comodidades; facilidad en hablar sin verdadero motivo de los defectos ajenos; disipación, curiosidad vana que nada dice con la gloria de Dios; charla, locuacidad, juicios vanos y temerarios sobre el prójimo, vana complacencia de uno mismo; desprecio de los otros, desestima de la conducta; pretensiones de aplauso y alabanza en las razones que la mueven a obrar; ostentación de lo que resulta en ventaja suya; presunción, obstinación, celos y envidia, falta de respeto a la autoridad, murmuración; destemplanza e inmortificación en el comer y beber, etc. (qué hormiguero de pecados veniales o al menos de imperfecciones puede invadirla y privarla de las abundantes gracias que desde toda la eternidad las tenía reservadas.
Si no se es fiel a la guarda del corazón, se paraliza la acción de Dios en el alma. Pronto Satanás tratará y trabajará incesantemente por sorprender su corazón para debilitarlo y extraviarlo, y no parará hasta llegar a pervertir con sus malignas ilusiones su conciencia.
Es necesario conseguir que no se desvíe de Jesús ninguna de nuestras acciones. Sin esta resolución de la guarda del corazón no sólo el alma va acumulando expiaciones horrorosas y prolongadas para el Purgatorio, sino que, además, la hallará muy pronto sobre la pendiente que conduce fatalmente al pecado mortal.
¿Cómo se adquiere la pureza de intención? Se adquiere por una gran atención sobre sí mismo, al principio y sobre todo, en el decurso de nuestras acciones.
¿Por qué se requiere esta atención en el comienzo de nuestras acciones?Porque si esas acciones son agradables, útiles, conformes a las inclinaciones de la naturaleza, el alma o la persona se deja arrastrar hacia ellas con toda facilidad por el solo atractivo del placer o del interés. Se comprende, por tanto, que se necesita mucha atención y un gran imperio sobre sí mismo, para poder impedir el que la voluntad sea seducida desde un principio por la impresión de motivos naturales que la halaga, solicitan y encantan.
¿Por qué esta atención es necesaria en el decurso de las acciones? Porque aún cuando se haya tenido energía suficiente para oponerse desde el principio a todo atractivo halagüeño de los sentidos y del amor propio, para no seguir otras miradas que las de la fe por intenciones puras; si en el decurso de las operaciones se olvida la vigilancia sobre sí, la actual impresión o del placer que se experimenta, o del interés que despiertan ciertas acciones en su continuación, seguida de nuevas sensaciones o alteraciones que sobrevienen, consigue ablandar poco a poco el corazón, y la naturaleza, aunque amortiguada por las primeras renuncias, se despierta y vuelve a tomar su ascendiente; bien pronto el amor propio hace deslizar sutilmente y casi sin darnos cuenta sus miras interesadas, las que sustituyen a las buenas razones por las que habíamos comenzado y emprendido nuestras obras, de donde resulta, y no en pocas ocasiones, lo que dice San Pablo, a saber: que habiendo comenzado por el espíritu se termina por la carne, es decir, por miras bajas, terrestres o interesadas.
La presencia de Dios, base para la guarda del corazón
Se trata de mantener una unión, una unión amorosa, cuyo efecto será, si se tratara de un amor humano, hacer moralmente presentes el uno al otro a los que se aman, pero como se trata del amor divino, hace que esté real y físicamente presente al alma justa Dios que ha hecho de ella su Templo vivo.
¿Es posible que no se aparte el pensamiento de Dios, mientras está uno trabajando? Sí se puede: desde luego implícitamente, teniendo la intención de referir todas las obras a nuestro Señor, pero también explícitamente por medio del amor, y esto de dos maneras: la primera menos perfecta, cuando el amor repite frecuentemente el pensamiento del objeto amado; la segunda de veras perfecta, a saber, cuando el amor, ya más intenso, fija en el alma de un modo más continuo el recuerdo y el pensamiento de aquello que se ama; de manera que sin perderle de vista, se pone en aquello que se hace por él y bajo su mirada divina la atención necesaria para desempeñarlo dignamente. Amad, pues, y el problema está resuelto.
Se trata de ensaya, al menos de tiempo en tiempo, el recogerse profundamente, de manera que se encuentre al Dios amado en nuestra alma y se guste su presencia. Santa Teresa recomendaba este ejercicio. Leer Santa Teresa, Camino de Perfección, c. 29 y seguidamente el 28.
PURIFICACIÓN DEL CORAZÓN
Se trata de recogerse habitualmente para mirar a Cristo. Cuando nos recogemos no nos miramos a nosotros mismos (no es pura introspección). Dentro de nosotros encontramos un desorden como el de afuera.
El recogimiento consiste en mirar habitualmente a Cristo, pero para ver a Cristo es indispensable la pureza del corazón. Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios (Mt. 5, 3).
La pureza es la simplicidad del corazón. El Salmo 85 dice: ingresaré en tu verdad, purifica mi corazón. Esa purificación es obra de la gracia, pero como la gracia no destruye a la naturaleza requiere la cooperación de la voluntad y entonces, la voluntad tiene que aceptar un tratamiento doloroso. Este proceso fue descrito por San Juan de la Cruz mediante la comparación del carbón que es embestido por el fuego y termina transformándose en fuego. Es un cambio asombroso, pero el carbón ha padecido martirio.
La gracia y la fe se nos dan en forma de germen o semilla, piden crecimiento y ese desarrollo es proporcional a la purificación del alma que, inicialmente, es grosera, animal, encogida por el egoísmo, cegada por el orgullo y ofuscada por las pasiones. El alma, entonces, es como un espejo turbio y se le escapa la sencillez del misterio.
Cristo atribuyó expresamente a la corrupción interior de los fariseos, a la que llamósepulcros blanqueados, la incomprensión de su persona, doctrina y obras.
La purificación del corazón se reduce a una lucha contra el desorden de las pasiones. Este desorden varía según la persona, pero puede ser reducido a tres grandes grupos:
El primer grupo de desorden interior es todo aquello que nos hace superficiales y frívolos. Cristo nos manda recibir el reino como niños. El evangelio solo puede ser entendido por quienes muestran sencillez, confianza en Dios que revela y alegría por haber sido invitados a entrar en el Reino. Pero todos tenemos tendencia a recibirlo como niños caprichosos, queremos que todo nos sea dado sin trabajo, incapaces de profundizar en nada, de empeñarnos a fondo para no esforzarnos.
El Reino es un tesoro escondido, lo posee quien trabaja perseverantemente para dar con él. En cambio, la superficialidad nos empuja a pisotear y revolotear. Incapaces de atender seriamente a una cosa (canutos espirituales que adentro no tienen nada, son los que se están entusiasmando con cualquier cosita y siempre van cambiando; espuma que tapa la falta de cerveza). En cambio el judío se pone a sacar plata y lo hace en serio, trabaja; lo mismo el comunista; y ¿nosotros?.El segundo grupo de pasiones que enturbian el alma, son las llamadas pasiones tristes. Es todo aquello que tiende a encerrarnos en nosotros mismos, deprimirnos, trabarnos. Si dejásemos obrar a la naturaleza y a la gracia seríamos capaces de dar mejores frutos. La primera de ésta pasiones es la melancolía (no nos referimos al temperamento que viene de nacimiento: San Juan de la Cruz, Santa Teresita, etc., lo eran por nacimiento, sino el que se abandona a ella). Luego está la falsa timidez y lapusilanimidad que no quieren obrar por miedo al fracaso; miran más su amor propio que el fruto que puedan dar para Dios. Los santos consiguieron grandes éxitos después de enormes fracasos. El fracaso es como una piedra de toque: el que fracasa y sigue trabajando muestra que tiene más interés en el fruto a conseguir que temor alas heridas del amor propio y, además, en el fracaso, aprenden a confiar más en Dios que en sus propias fuerzas.
Otras pasiones de éste tipo son: la susceptibilidad y el celo (no el bueno, sino el pariente de la envidia), que tanto dañan a la vida de comunidad. Todas éstas son formas de vivir mirándose a uno mismo a fin de ser el centro del propio mundo; todas éstas pasiones se alimentan de las miserias de la vida y tales miserias frecuentemente no son reales sino imaginarias (el mal del convento que termina en conventillo).
- Tercer grupo, menos conocido y más peligroso es el de las pasiones puestas al servicio de un YO desbordante, hinchado, que quiere invadir todo y dominar todo, son los que tratan de hacer imponer siempre los propios criterios. Los que quieren mandar, captar la atención de los demás. Sentirse dueños de las situaciones y de las personas. Quien aparezca como rival o, sencillamente quien siga haciendo su vida y no se doblegue, es inmediatamente considerado reo de muerte (por ejemplo, a Santa Bernardita la superiora le hizo la vida imposible porque no era servil con respecto a ella, hacía su vida con la libertad de los hijos de Dios, aunque ya eran oficiales las apariciones. Esta es la causa de la caída de los conventos, se imponía uno fuertemente y los demás eran unos animalitos. Se muere el superior cabecilla y todo cae abajo. Servilismo). Es la actitud de los fariseos con Cristo, no aguantaban la libertad de procedimiento, que no los alagaran a ellos, que no los consultaran. Igual actitud con San Juan Bautista, aunque a todas luces era un enviado de Dios, bastó con que le dirigiese palabras duras para que ellos le volvieran las espaldas. Una persona puede tener naturalmente aptitudes de jefe pero debe saber que las ha recibido de Dios con vistas al bien de los demás, no para oprimir a los otros. Es la tentación del sacerdote: robar a Cristo para su gloria.
Todas estas cosas están en el corazón del hombre y solos no podemos limpiarlo, pero sí depende de nosotros, aceptar que estamos sucios y necesitamos que Dios nos purifique. Los canales de la purificación son varios: a) La oración; b) la mortificación; c) Las renuncias que piden los trabajos apostólicos; y, uno especialmente importante que es d) la humillación y la contradicción (agere contra).
La vida en comunidad pide que muchas veces haya que aceptar la humillación. El mundo moderno constituye un ambiente muy hostil. Todos tendemos a reaccionar contra esto poniendo el grito en el cielo. Y las más de las veces dejamos de ver detrás de tales cosas la permisión divina que busca purificar nuestro corazón. Nos cuesta aceptar que entre Egipto y la tierra prometida está el desierto.
El tercer grado de humildad es el de los que con gusto se abrazan a lo que la carne odia, porque quieren quitar todo lo que en sus corazones es refractario a la luz de Cristo
Si uno no se encuentra en esta disposición, dice San Ignacio, hay que desearla. Y si desearla se hace difícil manda tener al menos deseo de deseos, si esos deseos son sinceros la gracia hace el resto.