XIOMARA O DEL CARNAVAL (CRÓNICA)![carnival-3075912_1920.jpg]

in #cronica3 years ago

XIOMARA

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En Maracaibo el carnaval era siempre de agua. Una que otra vez, devenía en disfraces que, algunas familias confeccionaban para nosotros. Un disfraz de indio que hacía a la medida para mí, la madre de Ivonne, quien me acompañaba, tan bella con su vestido de Charleston. Al igual que Frank, su hijo (capa voladora entre sus manos).

La calle Zea de carnaval, el agua como un secreto que guardaba Doris para bañarte al menor descuido, obviamente desde su lentitud, de su gordura, que era un oasis. El agua creadora que anulaba las comparsas que solíamos esperar con vehemencia, en la calle Carabobo, en espera de uno que otro prodigio de bailarinas venidas de otras comarcas. Porque cómo disfrutaban los muchachos sus pistolitas de agua, sus vejigas llenas de océanos, los potes full del líquido; unas veces escondidos, otras, en manos de ellos para bañarte, sin atenerse a la cordura, a la condición anónima de algunos transeúntes.

El carnaval era más que máscaras, sobre todo para el desheredado que encontraba en el agua la más simple y económica manera de disfrutar de estos días. Es aquí que aparece la figura de Xiomara, morena esbelta de mediana estatura, bella, hija de Isabel, madre de mi amigo José, y a la vez rival, por eso de disputarnos el amor de la hija de Josefina, creyente de tantas supersticiones que la hacían algunas veces enigmática, aunque siempre cordial y dadora de tanto maná que varios amantes compartían.

Xiomara era novia de Enrique, amigo de mi hermano Fernando; una mole cercana a los dos metros. Obviamente una figura así, era la vanguardia de los jóvenes bañistas que conformaban el grupo estelar de la calle Zea. Dejarse bañar por ella era una gracia, o bañarla a ella un espectáculo que, un poeta como Amaru hubiera incorporado a su lírica fantasía.

Un filósofo griego dice que el hombre es medida de todas las cosas, salvo cuando se es joven, y en esto de bañar a cualquiera, ellos no tenían el sentido de la medida. Esto nos lo recordaría la negritud. En el barrio la figura de Asunción, negra de la costa, que alimentaba a los hijos con mazamorra de maíz, era realmente temida. Ñica, uno de sus hijos era nuestro amigo de juegos, no cualquiera lo emplazaba a una pelea, era un verdadero Orangután, en esto no se peló Darwin. La casa de Asunción estaba abierta a todos nosotros, a veces nos recibía con una arepa recién horneada, o con un café con leche que tanto me gustaba. Era el centro de la ciudad que recibía a todos sus congéneres de la Sierra de Falcón. La mayoría, negros bien vestidos y perfumados, en busca del sueño petrolero en que, se había convertido el Zulia, del que yo tenía referencia personal, ya que mi padre, oriundo de Granados, dejó atrás los platanares, la vida campestre digamos, y vino a buscar suerte en este febril negocio del oro negro, que tanto daño nos ha hecho.

Xiomara, no tenía idea de la medida, salvo la de su novio, si podemos concluir de la sabiduría popular que, lo tienes de acuerdo al tamaño de tus pies. Y bañar a un negro de la costa, este si era un desafío, como la corona que un bañista procuraba. Ocurrió, me acuerdo, un domingo en el que inventé cualquier pretexto, para no ir a la congregación de Jehová. Xiomara balde en mano, rocía completo el cuerpo de un huésped de Asunción. Esto parecía ser un hecho intrascendente. Yo todo lo observaba desde un uvero que me complacía trepar en el patio de mi casa. Este era como un observatorio de mi mundo. Vi desde él, una vez, una tromba marina que se tragó a una anciana en las orillas del lago; y a menudo, las lanchas petroleras con sus ronroneos tan peculiares que, sedujo la pluma del inmortal Ismael. Mi observatorio, quien lo diría, espectáculo circular que me esperaba. De pronto la negritud se congregaba e iniciaba una persecución alrededor de cuatro cuadras a la redonda, las mismas que yo tanto recorría desafiando al viento de Virgilio. De pronto, las piedras que iban y venían. Ahora, quién perseguía a quién, en un círculo, era cuestión de relatividad. Lo que sí era real, era el susto de los muchachos, y el tronar de las piedras que caían sobre nuestros techos. Makeba, una mujer fuerte, pies largos de gacela africana, llevaba las banderas de la venganza. Creo que alrededor de diez escaramuzas percibí, escuché gemidos de gente herida maldiciendo las aventuras del agua. De pronto se hizo el silencio y lo que parecía una situación trágica, se convertía en una soledad concertada por los actores, o en un silencio que buscaba su cauce, como en el centro, en plena efervescencia, la multitud se diluye en el silencio.

La escaramuza vivió latente en mí varios días, por un tiempo se redujo el carnaval sólo a asuntos de máscaras. Seguí visitando la casa de Asunción, jugando detrás del patio de su casa, mirando los hermosos gallos que su esposo criaba. Xiomara, seguía siendo una hermosa quimera en mis pensamientos, un cuerpo mojado que nos atraía como un dátil del desierto.

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