La muerte es una eterna desconocida. Pasa que cuando somos niños hasta la ignoramos, luego los años la van desvelando tras la partida de familiares, amigos y conocidos. Llega sin anticiparse y se queda para siempre. Así es ella, misteriosa; ajena a lo que transciende a su alrededor.

Cuando una persona muere, incluso al morir un animal, todo se siente huérfano: sonidos, colores, sabores, texturas. Es un espacio de duelo donde el ambiente se torna espeso y lo que hacemos tiene una viscosidad que penetra el pensamiento, hasta que los movimientos no llegan a ser acciones; sino que se quedan suspendidos como negando lo cierto.

Pero sabemos que, inevitable, la muerte finalmente llega. Sus pasos se sienten y aunque es contradictorio; tenemos la certidumbre que mientras más vivimos más morimos. Es por eso que, con el paso del tiempo, comienzan a cambiar el tono de los colores, el brillo de los sonidos, la expresión de los rostros, hasta te vuelves lento y necesitas más tiempo para hacer las mismas actividades.

Es así como, de repente, sabes que tu historia se está escribiendo de otra forma en los mismos escenarios. Este sentimiento te precipita hacia los recuerdos; pero como ya no se puede regresar al sitio original, volver a vivir, entonces nos resignamos a reescribir lo escrito.
Es lo que nos dice “Ojos de Perro Azul”, el cadáver de “El Parque”: los tonos pasteles en cada pincelada son párpados que se cierran a toda luz; la rigidez terrible de las lozas centrales sellando como tumba una época, igual que la muerte sella la boca para siempre a toda palabra; esencias de vida elevándose, livianas, en forma de gotas hacia lo infinito, también desconocido.

Ojos de Perro Azul

[Fuente: Archivo. Autora: Antolina Martell]