Por los caños de El Dorado: viaje al Amazonas venezolano

A la Amazonía la anuncian grandes ríos: tomando la carretera de los Llanos de Occidente el Apure, el Arauca, el Payara, el Riíto, el Capanaparo (el más cristalino y más majestuoso de todos), el Cinaruco y el Meta, cuya confluencia con el Orinoco es la entrada al extremo noroccidental de Guayana de donde parte la carretera que lleva a los raudales de Atures. El paisaje de los llanos de Apure está cubierto por una inmensa extensión de pastizales verdes, esteras y abrevaderos, morichales y uno que otro árbol o grupo de árboles dispersos en la llanura verdosa y en apariencia infinita que en algunos tramos se hace sotobosque y más adentro selva de galería. Ya en Guayana dominan las grandes piedras antiquísimas en diversas escalas de grises y en las más llamativas formaciones a las que puede cubrir un manto escarchado de verde y una densa selva que crece a su alrededor. Pequeñas casas rurales con sus patios para la siembra y los animales de cría se levantan a ambos lados de la carretera.

En unos días en Puerto Ayacucho, la multiétnica capital del inmenso y flagelado Estado Amazonas, ya han sido suficientes para volver a comer los platos típicos y probar una gama para mí desconocida de frutos exóticos: a la proteica manaca, el ácido túpiro y el dulzor hilachado del moriche se unen a mi memoria gustativa la guayaba de arazá, que combina la guayaba con un más fuerte sabor a parchita, y el copazú con forma de coco, ligeramente amargo pero que azucarado produce la experiencia dionisíaca de la guanábana.

Pescado frito servido en una torta de casabe. Plato típico amazónico. El cuenco al fondo contiene ajicero, un caldo picante con pequeñas raciones de yuca, ají, pollo y pescado.

Si la introducción del pollo o el arroz revela las influencias foráneas en la cocina amazonense (gentilicio del Amazonas venezolano), la nota dominante de la yuca (o mandioca) en casi todos los platillos evidencia que este tubérculo sigue siendo la base de la dieta; hecho milenario que se repite en otros países de la cuenca y que es una realidad también para los criollos y para la población de origen africano, que en Puerto Ayacucho es demográficamente significativa. De la yuca se elabora la torta de casabe, que los indígenas condimentan con merejuy y el codiciado mañoco, la harina de yuca que selva adentro hace de moneda de intercambio y que es el cereal amazónico: puede vérsele en todos los platos e incluso en los jugos, pero el modo más habitual de consumirlo es como yucuta, el mañoco sumergido en agua que se bebe en grupo de un mismo envase y que ayuda a mitigar el diligente calor del trópico.

Mujeres indígenas rurales en la cocina.

En mi estancia de diez días he podido conocer dos comunidades indígenas, asentamientos de unas decenas o centenas de personas que practican el trueque y la economía de subsistencia: Pavoni, de casas grandes y cerradas al modo occidental, con paredes de listones de madera y techos de latón entre las que se cuela alguna churuata y que originalmente fue un asentamiento kurripaco, pero que ahora es multiétnico; y Nueva Jerusalén, un caserío uwottüja (piaroa) de unas diez casas y un centro comunitario en torno a una gran plaza central.

El viaje a Nueva Jerusalén lo hicimos de noche entre un estrecho camino en el que apenas cabe una camioneta, puesto que usualmente sólo transitan las motos que los uwottüja utilizan para llevar sus productos a los mercados de Puerto Ayacucho. Al sendero lo limita una hierba espesa y se prolonga por medio de estrechos puentes cubiertos igualmente de tierra. El caserío está embadurnado de una fuerza mágica: apenas tres personas hablan castellano y hacen de traductores, el fuego permanece encendido en la casa comunitaria y la poca luz artificial (sólo disponible al interior de la casas) cede la responsabilidad de dibujar los contornos de la noche a las estrellas, convocadas en miríadas que se mantienen impávidas, con la serenidad de las piedras ante el saturado voltaje de un relámpago en el despejado cielo del este y que aún no truena.

Y ahora los imponentes ríos amazónicos, que dan la impresión de brazos recortados al mar. La arena casi siempre es fina como una caricia y si el calor y los caudales lo permitieran serían materia suficiente para hacer un colchón. Sólo en los caños es posible mantener simultáneamente los pies en la arena y la cara respirando aire. En ocasiones alguna de las rocas a la que nos ha acostumbrado el paisaje aparece entre el agua a veces por voluntad de un capricho y otras obedeciendo un diseño natural y meticuloso como en un jardín chino o japonés. Bajo el agua se dejan ver pecesillos y las culebras de pequeño o mediano tamaño aparecen nadando incluso en los balnearios, aunque de preferencia tomen baños nocturnos. Con todo, no son motivo suficiente para alejarse de los ríos: no son más peligrosas que la plaga de mosquitos, zancudos, jejenes y otros agentes transmisores de enfermedades tropicales y la paz puede llegar a la mente incluso ante ellas si se tiene siempre en medio de las cejas que son potencialmente comestibles. Después de todo hay un refrán que reza “quien come primero come mejor”.

Mi periplo proseguirá en las próximas semanas por esta tierra amenazada y bendita, cuya conservación se revelará crucial para la continuación de la vida. La resistencia contra la mercantilización de la naturaleza no se doblega por más que el tiempo y los intereses económicos y la miseria ética de las corporaciones transnacionales y de los Estados nos coloquen en una agria desventaja.